Por: Roberto Quintanar
No existen las deidades terrenales, pero sí mortales que rozan la eternidad. Así pasa con Diego Armando Maradona, un hombre lleno de polémica que lo mismo ha inspirado la creación de una Iglesia que tenido conflictos de impuestos.
Episodio inolvidable en la historia de los Mundiales, el 22 de junio de 1986 Diego fue convertido en un dios por los fanáticos argentinos. Para la historiografía balompédica, fue una intervención divina que se posó en el '10' de la albiceleste para hacer justicia y vengar la derrota de un pueblo en desarrollo a manos de los imperialistas ingleses unos años antes en las Islas Malvinas.
Cuartos de final de la Copa del Mundo celebrada en México; Argentina vs. Inglaterra. Estadio Azteca. Desde el protocolo inicial, Maradona lanzaba miradas de desprecio a los jugadores del equipo rival, si bien años más tarde aseguró que entendía a la perfección una cosa: que ellos no eran los culpables de lo ocurrido en la mar salada sudamericana y las Malvinas durante el conflicto bélico, sino unos chicos que jugaban futbol. Pero por su expresión se sabía que era una cuestión de orgullo, más allá de que esa guerra fue provocada por una terrible dictadura militar que se derrumbaba a pedazos a inicios de los ochenta.
Cuatro años habían pasado desde el cese de las hostilidades militares. Ahora todo estaba en el terreno de juego. El deporte reglamentado por los ingleses, pero que los argentinos viven con una pasión incomparable. Lejos estaban los días de Videla, pero muy presente la amargura de aquella derrota en una guerra inútil (como casi todas las guerras).
El primer ataque que hirió al equipo de la rosa llegó al minuto 51, cuando Diego buscó un balón elevado que había tocado un defensor inglés antes que Jorge Valdano. A sabiendas de que con su estatura no podía vencer la salida de Peter Shilton, Maradona levantó su puño y tocó el balón lo suficiente para que éste entrase en la puerta. Las airadas protestas inlgesas no prosperaron; el juez central, Ali Bin Nasser de Túnez, dio por bueno el gol. Esta acción, una trampa injustificable desde el punto de vista del fair play, fue bautizada entre el humor y la sed de revancha como la “Mano de Dios”, la justicia en la cancha para vengar las viejas afrentas más allá de ellas.
Cuatro minutos después, Diego se hizo inmortal… no físicamente, pero sí en la memoria futbolera. Tomó el balón en la media cancha, dio un medio giro y comenzó a quitarse jugadores ingleses con una facilidad pasmosa. El argentino depositó el esférico en las redes tras esta acción llena de arte y plasticidad balompédica. Pocas veces se ha visto algo similar en una cancha… 110,000 afortunados lo presenciaron en la grama sagrada del Estadio Azteca.
La mano fue adjetivada con un nombre sacro, pero la acción preciosista que significó el segundo tanto tiene una mayor cercanía a cualquier calificativo que se aproxime a algo divino.
Más allá de este sacrilegio, la estampa artística que representó el “gol del siglo” es lo que debería ser resaltado de aquella inolvidable tarde, por lo menos más que la mano, jugada que la poesía de los románticos no deja de ser una trampa.