Por: Andrés Araujo
Fue la séptima en una familia de diez, corría el año de 1869. Considerada una de las mentes más lúcidas en la literatura española del Siglo XX, María de la Concepción Jesusa Basilisa Espina -de nombre artístico y para los amigos: Concha Espina-, detenía los raudales de tinta cada viernes por la noche, sin falta, para cumplir con religiosidad su cita en cierto salón de la calle Goya. Gran cantidad de novelistas, ilustrados y jóvenes estudiantes asistían para escuchar a Concha Espina.
Partidaria de la dictadura impuesta por Primo de Rivera y militante del partido de tendencia fascista Falange Española, la escritora recibió premios de parte de La Real Academia Española (en 1914 y 1924), fue nombrada hija predilecta de Santander (1927) y, además de ganar el Premio Nacional de Literatura, un par de veces fue nominada por el Premio Nobel de Literatura. Se casó con el escritor y traductor Ramón de la Serna, pero su gran amor, como el de tantos literatos españoles, fue Madrid.
Fue entonces que el monstruo español, aquel que Joaquin Sabina no cambia ni por Venecia ni por Manhattan, eligió rendirle tributo a la cantábrica. No sólo bautizó con su nombre -el artístico, claro, porque el oficial no cabría- a una avenida de más de un kilómetro, sino que le construyó ahí, en su orillita, un colosal y portentoso inmueble. Concha Espina es ahora el lugar donde el indio se siente forastero y el vikingo anfitrión; no existe Madrid sin el Estadio Santiago Bernabéu, y no existe el Santiago Bernabéu sin la avenida que funge como su pulmón.
Presentaciones de jugadores con más de 40,000 asistentes, 2,000 playeras vendidas en un día, 90,000 aficionados en el graderío para un clásico frente al Barcelona y tantos y tantos jugadores que, de no haberlos visto, creeríamos que no fueron más que un mito. Concha Espina lo ha visto todo desde la avenida que conecta al Real Madrid con su ciudad, y podemos jurar que cada uno de los sucesos los ha anotado con tinta indeleble. A menos que hayan ocurrido en viernes.