Por: Pablo Salas
Probablemente Scott Fitzgerald sea el máximo exponente de la literatura norteamericana de la denominada “era del jazz”. Época nada sencilla, los años veinte traían consigo una sociedad materialista; la premisa fundamental era aparentar una vida opulenta, convirtiéndose en un tiempo de locuras y excesos, donde los jóvenes, un tanto decepcionados por las atrocidades sufridas por la Primera Guerra Mundial, decidieron “vivir la vida loca”. Justamente es en estos años cuando, por obvias razones, Hollywood despunta enormemente. Era común ver a las estrellas o famosos de aquel país recorriendo las calles de Beverly Hills, presumiendo un nivel de vida que invitaba a todos a soñar, creyendo en los Estados Unidos como un mundo ideal.
Scott era ya un novelista reconocido. Contaba en su historial literario con varias colecciones de narrativa breve, así como tres novelas publicadas. Tuvo que “picar piedra” escribiendo cuentos cortos para The Saturday Evening Post, una de las revistas más prestigiosas del momento. Desde luego que no le fue fácil llegar a ser un escritor respetado, pero desde muy joven comenzó a desarrollar un estilo muy peculiar, lleno de sarcasmo que trasladaba su prosa a escenarios realistas y directos, pero nunca dejando de lado la sutileza elegante que siempre le caracterizó. Su opera prima, misma que le dio la popularidad que tanto ansiaba, fue A este lado del paraíso (1920); dentro de su acervo literario podemos apreciar como sus grandes éxitos El gran Gastby (1925), Suave es la noche (1934) y El último magnate (1941), esta última siendo una publicación póstuma y, quedando inconclusa, donde Fitzgerald plasma a un decadente Hollywood, con tintes miserables y despreciables. Él no estaba alejado a este mundo, pues justo antes de morir, viviendo prácticamente en la ruina por su insuperable gusto por el alcohol y el despilfarro del dinero, tuvo que sobrevivir como guionista anónimo para la industria cinematográfica.
Fue justo en sus años gloriosos cuando “Fitz” conocería y entablaría una amistad complicada llena de innumerables anécdotas, que aún posterior a su muerte siguieron atormentándolo. Ernest Hemingway, a sus 27 años, no era más que un desconocido de la escritura; admiraba al afamado Scott Fitzgerald y deseaba escuchar sus críticas y opiniones al respecto de sus ignoradas novelas; quizás podía aprender de toda la experiencia de este ilustre personaje. Decidió acercarse a Scott, comenzando así una amistad, tal vez por conveniencia, donde obtendría grandes beneficios, deseando poder salir de su infame vida de periodista. Era notorio: Ernest envidiaba el éxito de su nuevo amigo.
Así pues, tras cierto tiempo de apego entre ambos, Fitzgerald recomienda a Hemingway con uno de los sellos editoriales más renombrados: Scribner’s. Gracias a las observaciones y críticas que hizo a Ernest respecto a su obra Siempre sale el sol, ésta fue todo un éxito, comenzando así el despegue de la carrera de Hemingway, ya que su novela alcanzó una contundente recepción por parte del público.
Es curioso como siendo personajes tan distintos lograron llevarse tan bien; Scott era un derrochador ilustre que vivió a tope los famosos locos años veinte; no reparaba en gastos y era bastante generoso con Hemingway. Era común que las cuentas en bares o restaurantes corrieran por su cuenta. Por el contrario, Ernest no congeniaba con esa forma de vivir, adicional a que era un ritmo de vida muy alto para él. Ya que ambos coincidían en el gusto por las bebidas embriagantes, esto se convirtió en el principal motivo por el que congeniarían inmediatamente, muy a pesar de sus diferentes estilos de subsistencia.
Hemingway, aficionado empedernido al boxeo y acostumbrado a practicarlo continuamente, aprovechando que ambos se encontraban en París, invita a Fitzgerald a presenciar una de sus peleas, siendo su contrincante otro escritor: Morley Callaghan. Ernest solicitó a Scott les ayudará a llevar el tiempo de los rounds, poniendo como límite los 3 minutos para cada uno de los “asaltos”; así pues, con reloj en mano comenzó la pelea. “Fitz” se distrajo por unos momentos sin percatarse que el tiempo había acabado, ambos boxeadores continuaban sobre el cuadrilátero disputando la pelea. Durante aquella extensión ilegal de tiempo, Callaghan logra conectar un golpe seco provocando la caída y derrota de Hemingway. Al darse cuenta del error de su amigo, un Ernest orgulloso montó en cólera, argumentando una actuación de Fitzgerald con dolo y mala fe… lo peor estaba por iniciar, puesto que la noticia de la derrota boxística se esparció súbitamente a través de los conocidos expatriados en París, llegando restos de lo sucedido hasta Estados Unidos, comenzando así la enemistad, pero sobre todo el desprestigio de Hemingway hacia Scott, aquel personaje que tanto había hecho por él, tanto literaria como económicamente. Ernest sintió aquello como una puñalada por la espalda; argumentaba traición, provocando que esa relación entrañable se convirtiera en conflicto, odio y rencor.
Poco a poco, los papeles fueron invirtiéndose. La carrera de Fitzgerald estaba en decadencia; su vida personal estaba inmersa en una depresión angustiante provocada por el diagnóstico de esquizofrenia que provocaba la reclusión de Zelda, su esposa, en un hospital psiquiátrico, hundiéndolo cada vez más en el alcoholismo y miseria provocada por su nula administración económica. Por el contrario, el éxito de Ernest Hemingway subió como la espuma; cada vez era más reconocido, siendo muy criticado por algunos colegas, ya que en diferentes obras, aún con resentimiento, se encargó de humillar la personalidad de su antiguo amigo y mentor, haciendo evidente sus carencias, criticando su imparable caída con citas y comentarios negativos, pero sobre todo, negando y descalificando las voces que argumentaban el éxito de Ernest gracias a la figura de Fitzgerald.
El 21 de diciembre de 1940, a los 44 años, inmerso en su enfermedad, Scott Fitzgerald se despidió del mundo terrenal… no soportó la fuerza de 2 infartos al corazón. La muerte nos dejó el recuerdo de uno de los grandes genios literarios de la época, capaz de transportarnos a una realidad flotante. Aislado de los reflectores, sucumbió a un final escrito por la soledad y tristeza, bajo la sombra de la ingratitud de uno de sus “discípulos”, ese personaje arrogante del que jamás pudo despedirse, de aquel del que nunca comprendió el desprestigio y las agresiones, siempre aguardando el día de la reconciliación… una reconciliación que jamás llegaría.