Si hay algo qué agradecerle a Guardiola, además de los catorce de los diecinueve títulos que le dio al Barça, los seis en una misma temporada, de su obsesión por la perfección, la invención de un nuevo estilo que marcó el final de una década y el principio de otra, su elegancia en el banquillo, y en las ruedas de prensa, su carrera en Stamford Bridge después del gol de Iniesta, su “abróchense los cinturones que lo vamos a pasar bien”, “el puto amo” que dirigió a Mourinho con un enfado monumental, su sonrisa al ser manteado por un grupo de jugadores que descubrieron la excelencia tomados de su mano, es haber descifrado el silencio de Lionel Messi.
Tener al argentino en el vestidor sin poder descubrir lo que escondía su interior era como tener una partitura de Beethoven y no saberla interpretar. Si a Guardiola le debemos algo fue eso, descifrar los silencios de Messi, esas pausas musicales que no tenían sentido, esos enfados extraños con sus compañeros, esas miradas de hielo al salir de cambio, esa incomodidad en el campo cuando algo no le parecía, esas formas irregulares que no dejaban ver al mejor jugador.
Si no hubiera sido por Guardiola difícilmente hubiésemos disfrutado la mejor versión del argentino. Guardiola intuyó que si descifraba el origen del autismo de Messi podría construir una máquina perfecta. Sabía que Xavi era un termostato capaz de medir la velocidad con la que se debía jugar de acuerdo a las características del oponente. Era consciente de que Iniesta era el arma impredecible capaz de matar en silencio, y que Puyol no sólo era el alma guerrera azulgrana, sino también el virus que contagiaría a sus compañeros de coraje. Sólo faltaba interpretar a Messi.
Y lo hizo. Si en la banda era peligroso, también lo podía ser por el centro, jugando parecido a un nueve, sólo que como era pequeño no podía ser el delantero centro, sino que debía llegar de más atrás. Lo que parecía un disparate funcionó. Guardiola había aprendido a leer la partitura de Messi. Su obsesión lo había llevado a entender que su hipótesis era verdadera, Lionel era especial. Si había que cambiar a un jugador para satisfacer el apetito del argentino, lo hacía. Si debía poner en el mercado a un jugador recién llegado, lo hacía. Si debía consentirlo porque extrañaba los choripanes, lo mimaba. Si tenía que darle un jalón de brazos durante un partido para que despertara su coraje y resolviera el encuentro, lo hacía. Pep hacía lo que fuera con tal de compartirnos la mejor versión de Messi. El autismo de Messi tenía como origen la ausencia de un intérprete que pudiera entender su talento para generar en su interior la calma que lo hacía feliz.
El día que Guardiola entrenó por última vez a esa plantilla que lo había convertido en el entrenador más codiciado, no hizo lo de siempre, tomar sus cosas e irse a casa. Pasada la medianoche, reunió a su familia en el Camp Nou. Su mujer e hijos. En medio de la oscuridad salió y dio un paseó por el campo. Tomó a su mujer de la mano y en silencio, resguardado por sus hijos, recorrió todo el terreno. Quién sabe qué pensaría en ese momento pero sería bonito saberlo. Pep había decidido que ése sería su último recuerdo de un ciclo que había terminado de manera dramática.
Seis años después vuelve al Camp Nou como el padre del barcelonismo moderno. Vuelve como el director de orquesta que interpretó mejor que nadie la partitura del Barça. Regresa como el doctor que descubrió la cura de Messi. Y aunque lo niegue con esa elegancia que lo caracteriza, y diga que no viene por un homenaje sino por un pase a la final, el Camp Nou lo recibirá como si se tratara de un héroe común, al final y al cabo, Pep es de carne y hueso.