“Mijito, cálmate, es solo un juego”. Más o menos esas eran las palabras que usaba mi mamá cada vez que me emocionaba de más por un gol, o me enojaba de más por uno. Y es que siempre fui muy expresivo viendo los partidos. Fuera o no mi equipo. Mi mamá no entendía, no encontraba explicación del por qué un partido podía cambiarme el humor de esa manera, y puede ser que nunca lo entienda. Y como ella pueden haber muchos más.
Imaginemos que acaba de empezar el Mundial. 9 de la mañana y Rusia le gana a Arabia Saudita. Un partido que absolutamente nadie vería por gusto, no mientan, pero “es el Mundial”. Después vendrán partidos mejores. Juguemos a que es el primer Domingo del torneo. La atención de todo un país puesta en la tele. México vs Alemania, el debut de la selección. Algunos con su desayuno, otros con sus cervezas y algunos otros amanecidos de la fiesta del día anterior, pero nadie se quiso perder el juego. Y nos regalaron la victoria más importante de México en los Mundiales, con uno de los mejores planteamientos que se vieron en el torneo.
Imaginemos que empezaron los octavos. La ilusión de pasar al quinto partido sigue presente, como cada cuatro años. Antes del juego, la Portugal de Cristiano queda fuera, Argentina pierde con Francia, cosa que siempre me va a dar gusto porque Maxi no me deja olvidarlo, y la gran sorpresa de los octavos: el local elimina a la gran favorita, España. La ilusión de eliminar a Brasil crece aún más. “Podemos eliminarlos”, “A ellos les ganamos la Confederaciones y les quitamos el oro, sí se puede”. Pero el día del partido la ilusión se acaba. De cualquier manera, seguimos viendo todos los juegos que quedan, pero no saben igual.
Imaginemos que empiezan otra vez los cuartos de final. De un lado del cuadro, Francia se pasea, Bélgica da una lección táctica a Brasil y se cuelan a las semifinales. Del otro, Croacia se va ganando el corazón de unos y otros, e Inglaterra quiere llevar el trofeo a casa, y cada vez lo ven más cerca. Al final, los que se enfrentarían por la copa serían Francia y Croacia. Una final con un participante que nunca antes había estado en la final, y con otro que busca su segundo campeonato del mundo. Al final lo consiguen y Lloris levanta el trofeo en medio de un aguacero. Y se nos acabó el mundial.
Se acabó levantarse a ver los juegos de México, de Brasil, de Francia. Pero también los juegos de Perú, de Islandia, de Senegal. Equipos de los que no tenemos la más mínima idea, pero que nos interesa la vida durante un mes. El mes más bonito de cada 4 años. Ahora imaginemos que México le ganó a Brasil. Que después pudo con Bélgica y eliminó a Francia en las semifinales. Una final inédita contra Croacia, en la que la selección azteca se corona campeona del mundo. No suena la Marsellesa como el Domingo, suena el Cielito Lindo en el estadio, en Rusia, en todo México. Las lágrimas ya no son de tristeza como aquel Lunes que quedamos fuera, son de felicidad y el Mundial no se acaba nunca. Nos dura toda la vida, porque tenemos una estrella en el escudo. Somos campeones del mundo.
El país entero saldría a las calles a festejar, sería una de las más grandes felicidades de la vida para algunos, un logro que probablemente no podamos volver a ver, pero que disfrutaríamos como nunca, con risas, con llantos, con todo.
“Pero, Alfredo, es solo un juego”. No. No lo es.