Ahora lo entiendo más que nunca. El futbol como escape. Como lo más importante de lo menos importante. Porque en unas horas tendremos posibilidad de revancha. Simbólica, insignificante e intrascendente. Pero necesaria. Aunque sea como una muestra simple de que podemos vencer lo complejo. Será el primer silbatazo de un nuevo juego. Porque ya no es lo mismo. No representa lo mismo. Ni en lo político, ni en lo social, ni en la cancha.
El mundo despierta con la ansiedad del primerizo. México presiente catástrofe, pero aún no descifra la magnitud de la amenaza. El calendario le obsequia un curso lúdico de inducción. Empezar jugando hasta que las lecciones se vuelvan serias. El México de siempre contra los Estados Unidos que ya son de Trump aunque sigan siendo de
Obama. La pelota como gimnasio didáctico para una enemistad que hoy es más que una trivialidad deportiva. En las casillas los blancos se impusieron a las minorías. Fue una competencia racial. En la cancha, los blancos querrán volver a ganar. Y sí, será de nuevo una competencia racial, porque si el futbol no modifica sociedades, las sociedades sí modifican el futbol. Espejo de lo que somos. De lo que elegimos. Y de lo que construimos. Donald Trump lo protagoniza.
El marketing debe aplicar en ambos sentidos. Si la Selección se promueve como el equipo de todos para vender, entonces que actúe como tal para consolar. El futbolista mexicano querrá escapar del compromiso. Está en su naturaleza. Pero aún si decide ignorar el beneficio colectivo tendrán que atender las convicciones personales. Si está consciente de lo que ha ocurrido, entenderá que para él, como ser humano más que como benefactor público, el partido contra Estados Unidos ha cambiado de significado. No es nuevo para el juego. El Argentina-Inglaterra de México 1986 no hubiera significado lo mismo sin la guerra de las Malvinas. El Estados Unidos-México no sería lo mismo sin Donald Trump como presidente electo. Porque se oficializa que una mayoría no quiere que su país sea la segunda casa del mexicano. Porque la globalización es una tendencia que muere. Gran Bretaña salió de la Unión Europea bajo premisas ultranacionalistas, Estados Unidos se plantea vivir protegido por un muro pagado por nosotros. La geografía, el color y el origen han vuelto a importar.
El futbol atiende bajos instintos. El Mundial es un simulacro de guerra. Se trata de colores, banderas y superioridad. En el fondo es políticamente incorrecto. Como la sociedad misma. Desde ahí se mandan mensajes cargados de prejuicios. El africano poco disciplinado. El alemán perseverante. El mexicano desmadroso. El gringo que no ama el soccer por no ser un deporte suyo (otra vez un tema de orgullo yankee). La pelota dirime jerarquías. Y sólo ella puede darnos, a través de la Selección, la sonrisa que de ninguna otra forma saldrá.
Es un juego. Lo sé. Incluso Maradona lo tenía claro con la Mano de Dios ante Inglaterra. Pero hay veces que los consuelos banales ayudan. México necesita de ellos. Para olvidar por noventa minutos la ansiedad del primerizo. Para sentirse capaz de soportar amenazas externas aún en estado de división interna. Para darse cuenta que pese a todo se puede ganar. Para mandar mensajes simbólicos, pero que a la inversa también penetran, respecto al mito de la superioridad de razas y naciones. Que la Selección le ganara a Estados Unidos en Columbus, tierra blanca como los votantes que eligieron a Trump, no cambiaría mi vida, ni la de millones, pero sí la haría más feliz, aunque fuera por noventa minutos. Ahora lo entiendo más que nunca. El futbol como lo más importante de lo menos importante.