A los diez años presencié mi primer partido de futbol profesional. Fue en el estadio Jalisco y el Guadalajara enfrentaría al Atlante. La emoción no me dio reposo, de hecho me siguió acosando después, durante el trayecto de regreso a Colima.
Recordaba –y aún recuerdo- la salida de los jugadores a la cancha, el verdor esplendoroso de ésta, las luces que exorcizaban del campo de futbol a la oscuridad de la noche, los alaridos inverosímiles de los asistentes, las banderas lanzadas al viento, los jugadores cumpliendo con parte del ritual al saludar a todos y a nadie en las tribunas. Pero el verdadero hallazgo fue confirmar que los héroes sí existían y que estos eran de carne y hueso.
Mucho tiempo después Juan Villoro dio cuenta con claridad del sentimiento que en ese momento me invadió: “Cuando los héroes numerados saltan a la cancha, lo que está en juego ya no es un deporte. Alineados en el círculo central, los elegidos saludan a su gente. Sólo entonces se comprende la fascinación atávica del futbol. Son los nuestros”.
Así es. Hasta el día de hoy, nunca me he sentido representado por nadie como en ese momento sentí que lo hacían aquellos once jugadores rojiblancos. Ellos eran los nuestros, sin duda, y ahí mi destino quedó sellado. Porque desde entonces, y según dice el antropólogo Andrés Fábregas, me convertí en lo que irremediablemente soy ahora: un chiva hermano.