Por: Roberto Quintanar
“Hace 15 años intentamos algo diferente para el partido contra México; así nació una nueva tradición”. Es la síntesis perfecta de lo que la Federación de Futbol de los Estados Unidos (US Soccer) consiguió a partir del fatídico 28 de febrero de 2001: convertir a Columbus, capital del estado de Ohio, en el infierno de su más grande rival.
Hasta hacía no mucho, los partidos de eliminatoria mundialista entre el Tri y la selección de las barras y las estrellas se disputaban en sedes en las que normalmente la afición estaba dividida. ¿Los motivos? El desinterés general del estadounidense por el balompié, todavía muy patente en los años noventa, y la gran cantidad de mexicanos presentes en las sedes elegidas por la US Soccer anteriormente.
Sin embargo, todo comenzó a cambiar con el nacimiento de la Major League Soccer (MLS) en 1996, y de la inauguración del Columbus Crew Stadium tres años más tarde, el primer inmueble diseñado enteramente para la práctica del futbol asociación.
La idea de llevar el partido contra el entonces equipo más poderoso de CONCACAF a Columbus tuvo dos raíces principales: primero, no es una ciudad que tenga una alta cantidad de población mexicana en comparación con otras metrópolis de ese país; segundo, la respuesta del público local al Crew había sido bastante positiva, por lo que estaba comprobado que al público de la región verdaderamente le apasionaba el soccer. Otro factor que consideraron fue el clima que prevalece en Ohio durante el otoño y el invierno: uno muy frío e inclemente.
Aquella noche de arranque del Hexagonal final rumbo a Corea/Japón 2002, el Tri de Enrique Meza saltó a la cancha del Crew mirando todavía a los estadounidenses por debajo del hombro.
El equipo de Estados Unidos, dirigido por Bruce Arena, comenzó muy nervioso. Sin embargo, poco a poco se fueron asentando en la cancha gracias en buena medida a sentirse locales por vez primera en un partido contra México; a pesar del frío, el Columbus Crew Stadium era un hervidero de pasiones futboleras, algo desconocido hasta entonces en las tierras del Tío Sam.
Las malas noticias para el local parecieron llegar temprano: apenas a unos minutos del silbatazo inicial, su atacante estrella, Brian McBride, debió salir de la cancha tras sufrir un golpe accidental en el rostro durante una jugada con Rafael Márquez. Su sustituto fue un muchacho originario de Georgia que defendía los colores del Chicago Fire de la MLS: Josh Wolff, el Hombre Lobo, un tipo con más movilidad e instinto de presa.
Con Wolff en la cancha, Estados Unidos ganó mucha velocidad y cada uno de sus contragolpes olía a pólvora encendida. La tragedia se veía venir.
A poco tiempo del inicio del segundo tiempo, México merodeaba la portería defendida por Brad Friedel cuando un rebote fue tomado en el medio campo por el centrocampista Clint Mathis, quien de primera intención envió el esférico a Wolff; el delantero rompió la línea del fuera de juego y se perfiló solo frente a Jorge Campos. El portero mexicano salió sólo para rebotar el balón en la acción y dejarlo a merced del Hombre Lobo para el 1-0.
A pesar del gol, al Tri le quedaban todavía 43 minutos y el añadido para empatar el juego y dejar aquello en mera anécdota. Pero la historia fue totalmente distinta.
Los de Meza se estrellaron una y otra vez con un muro de férreos defensores, que cobijados por el grito de “¡USA, USA!” entregaban la vida en cada esférico disputado cerca y dentro de su área.
Moralmente destruido, el equipo mexicano comenzó a despedazarse en su medio campo y defensa. Con la mesa servida, Estados Unidos aprovechó los últimos minutos para dar la estocada a su rival. En una de sus muchas escapadas por un costado, Josh Wolff hizo ver como simples conos a los defensas del Tri y se coló en el área para lanzar la diagonal de la muerte a Ernie Stewart, quien no tuvo problemas para fusilar a Campos.
Con el silbatazo final se consumó aquella primera humillación en Columbus. El #DosACero había nacido para convertirse en una pesadilla de la que México no ha despertado en casi dos décadas.