Por: Luis Miguel Aguilar
Entramos al estadio de CU por ese mismo túnel, el 29, a las diez y veinte de la mañana. La cola fluyó con rapidez y la tribuna estaba a punto de llenarse, pero aún pudimos escoger un lugar que nos dejaba ver la cancha perfectamente y que nos puso a la derecha del túnel.
Mi tiempo no coincide con el que los periódicos dieron al lunes siguiente. Mi tiempo iba con las miradas esporádicas al reloj del estadio para ver qué tan lejos estaba el inicio del partido. Mi tiempo: un poco antes de las once empezaron a descolgarse por la barda todos los colados que habían subido por la rampa y se habían trepado en esa parte ideal para hacerlo: ahí la pared del estadio de CU, en forma de concha de ostra, pierde altura y es fácilmente escalable. Por el túnel seguía entrando gente en busca de los pocos lugares que los trepabardas ya habían ocupado mientras se descolgaban más y más de ellos. A uno que subía lo empujaron otros que venían atrás de él por la pared y cayó de cabeza sobre las tribunas. Nos fueron comprimiendo. El espacio de un asiento pasó a ser de dos personas. Ya había gente de pie en las escaleras y eran innumerables los apiñados contra el borde que daba al abismo, es decir, a la parte de abajo del estadio. Un primer comentario: “No vamos a ver ni madres”; cinco minutos después: “Oye, esto está de la chingada. Oye, aquí va a pasar algo”.
Todo el espacio se tapó y los que entraban por el túnel empezaron a escalarnos para buscar un sitio imposible en la parte de arriba. De ahí gritaban “ya no los dejen pasar”, pero el siguiente ya me había puesto la mano sobre la cabeza o sobre el hombro para apoyarse y seguir subiendo mientras yo me hacía a un lado –es un decir—para que no me pisara. Y así uno tras otro, en filas interminables que trataban de abrirse paso por las tribunas. Los del borde, constreñidos todavía más por la gente que empujaba desde la boca del túnel, empezaron un movimiento involuntario y ondulante que no era sino el esfuerzo de los cuerpos para controlar el equilibrio y no irse de cabeza a la parte de abajo. “Esa sí es ola”, comentó cierto humor nervioso. Y para no volverse una cascada la ola trataba de subir aunque ya todo estaba reducido a la inmovilidad. “Dame chance”. “¿Adónde, hijo? Vas a armar un desmadre. Ya quédate ahí, donde caiga”. Y desde arriba: “¡Sién-ten-se, sién-ten-se, sién-ten-se!”; “ya váyanse a su casa, cabrones, ya no caben”, “ái va el agua”.
Mientras tratábamos de convencer a los atorados de que se quedaran donde estaban –es decir, que no intentaran moverse–, oímos los gritos de una mujer que se abría paso a golpes entre el tumulto de la escalera junto al túnel. Quedó al lado de nuestra fila. “¡Hagan algo! ¡Ayuden! ¡Muévanse!”. Vadeaba los empujones, lloraba y pedía imposibles. “¡Pinche vieja; cállate, culera!”, le gritó uno desde arriba. “¡Pendejo, inconsciente! ¡No sabes lo que está pasando!”, le contestó ella y el otro insistió: “¡Pinche vieja güevona, pa’ qué llegas tarde!”. Y ella, sufriendo cada vez más y desgañitada: “¡Háganme caso! ¡Los están aplastando! ¡Hagan algo!”. Hacer algo en esa situación quería decir moverse, y moverse era complicar más las cosas, y complicar las cosas quería decir aplastar gente; hacerle caso significaba empezar a gritar como ella, empanicarse, tratar de salir –salir ¿a dónde?–, aplastar gente. Y entonces la mujer nos gritó a nosotros: “¡Ustedes hagan algo, cabrones! ¡No saben lo que está pasando! ¡La gente se está asfixiando en el túnel!”. “¿Y qué quieres que hagamos? ¿No estás viendo?”. “¡Los están aplastando! ¡Hay niños, pendejos!”. “¡Pues que nos pasen a los niños! ¡Por arriba!”. Y casi al mismo tiempo los papás empezaron a subir niños por el túnel y nosotros empezamos a recibirlos. Según yo eran como veinticinco para las doce; y, según yo, las muertes empezaron entre las once y cuarto y cuarto para las doce.
De todas partes brotaban más y más sobrevivientes del túnel –todavía no eran sobrevivientes: eran apachurrados, sofocados, a punto del desmayo–, a encimarse sobre la gente ya encimada. Entre los apretujones había que hacerle espacio –otra vez es un decir—al chavo que llegaba cargando al hermano y lo ponía entre otras gentes mientras trataba de darle aire con su visera para el sol. Tenía como diez años y estaba entre el infarto –lo pensé—y el desmayo. El hermano mayor consiguió una paleta –las paletas que volaban con exactitud, quién sabe cómo, de las manos de los vendedores a los aficionados empezaron a volverse material de primeros auxilios—y se la embarró sobre la nuca hasta que el otro reaccionó y poco a poco respiró mejor. Volvían a oírse gritos y la vista localizaba a señoras llorando y preguntando por sus hijos; dos de esos niños estaban con nosotros y el más chico empezó a llorar también cuando vio a su mamá desesperada en el tumulto. “Aquí está”, le gritó uno de nosotros y “aquí está el otro, aquí están”, gritamos, y ellas se treparon como pudieron hasta nuestra fila, igual que otras mamás en lugares distintos mientras los padres se quedaban de pie –es decir: inmovilizados—entre los apretones. Ya todo mundo estaba sentado sobre las piernas de todo mundo; entre el pasadero de niños y los reacomodos mágicos, yo quedé sentado con media nalga sobre un pedacito de cemento con un niño atrás, otro al lado y otro adelante. Diez para las doce. Los jugadores estaban en la cancha y sus rutinas de calentamiento y las poses para las fotos parecían desde acá, y en esta situación, un modo dilatado y absurdo de hacerse pendejos. “Ya que empiece esto, carajo, para que la gente se calme”, me dijo el amigo de junto. La madre que estaba a mi lado comentó, todavía llorosa: “Chingada madre, perdí un chingo de cosas. El zapato de mi hijo, todo, un chingo de cosas. Chingada madre, de haber sabido no vengo”.
Empezó el juego y lo que pudo verse fue un fiasco. Al acercarse el final del medio tiempo sentí que iba a pasar lo mismo y que el tumulto intentaría subir de nuevo. Después supe por qué no: ya habían vaciado el túnel 29 y todos los apretados se quedaron en su sitio, no con más espacio sino conservando el inexistente que tenían. Por lo bajo seguía fija la sensación de que algo más podía, algo más iba a desatarse y todos los gritos previsibles en un partido parecían ahora, sin saberlo y sin querer queriendo en este contexto, encaminados a impedirlo. “No hagan olas”, “no se paren”, “luego ven el gol en la tele”, “siéntate payaso, pinche cerdo, cuino, todavía no es la hora de las carnitas”. Dos cuates empezaron a madrearse y las mentadas y los chistes los separaron. Parece absurdo, pero sólo el humor y el ambiente normal de los estadios –que funcionaba aquí en un caso de excepción—impidieron que las muertes y los aplastamientos se multiplicaran. “¡Hijos de su pinche madre, eran miados! ¡Me aventaron miados!”. “Pa’ qué los pruebas, güey. Que chi-lle, que chi-lle, que chi-lle”. De un lado a otro se mentaron la madre pero, otra vez de un modo absurdo, sólo el civismo de estas gentes, que pudieron trepar o bajar sobre el que fuera –y si no es que el que fuera lo detenía antes para desquitarse por el atropello –, ir sobre la gente para madrearse al que los había bañado (orines) desde arriba con un vaso de cerveza, o al que les había enviado desde abajo un baño igual pero dispuesto en envase de naranjada bonafina; sólo el civismo de estas gentes que pudieron violentarse y no lo hicieron, logró que no hubiera más consecuencias alrededor del túnel 29.
Hacia la mitad del segundo tiempo, exactamente en diagonal a donde estábamos y al otro lado del estadio, se hizo un claro en la tribuna y entonces pudo verse la madriza con palos que se estaban dando enfrente. Es casi una norma de conducta, dictada por el instinto, que cuando en un estadio empiezan los madrazos hay que subir, siempre, y nunca ir abajo para buscar las puertas de salida. El escape es ir al revés de lo que parecería más lógico. Pero al ver la madriza enfrente lo primero que uno pensaba era algo infranqueable: “Ahí tienen espacio para subir. Ahí pudieron abrirse. Aquí no. Si aquí se arman los madrazos sólo habrá aplastados y muertos”. Pero no los hubo por la decencia de la gente que respondió con palabras a las provocaciones y no sólo del público: estuvo la provocación irresponsable y abyecta de quienes decidieron que se jugaría un tercer partido en caso de empate y lo avisaron ¿cuándo?, cuando muchísima gente ya había comprado el boleto para ver la final, y cuando muchísima gente ya estaba en el estadio y no lo sabía, y cuando muchísima gente, de haberlo sabido, no habría ido. Muchos de los que estábamos en las tribunas pensando que habría tiempos extras, nos enteramos ahí mismo de que eso era todo por un boleto que se había comprado para el último partido. Y era para que la gente, en una situación normal, respondiera del peor modo por el engaño y la indecencia de quienes manejan el futbol en México; en esta situación, si la gente se hubiera indignado y prendido quién sabe dónde estaríamos todos los que estábamos ahí. El sonido local no avisó nada, se calló la boca mientras la gente seguía esperando los tiempos extras, los penalties dado el caso, y un campeón. Sólo gritos tímidos y cansados: “¡Rateros!”. “¡¿Cuánto te pagaron, Ferreti?!”. Y el futbol, que ya era lo de menos, o la falta de futbol, precisamente por eso, pudo volverse el disparador que llevara a lo que pudo ser, de nuevo, lo de más. Ya no importaba ver más futbol sino que el engaño del futbol y su ausencia lo pusieran todo al borde del peligro y de ahí a la violencia y los aplastados y más muertos.
La gente se resignó, es decir, no respondió a la provocación de quienes los habían engañado. Siguió el abandono del estadio, por el mismo túnel 29, todos jodidos e inconformes, con una sensación de para qué, de fraude como siempre, de haber sido usados y rumbo a la noticia –o a la exactitud de la noticia: por supuesto que los que estábamos adentro del estadio sí nos enteramos de lo que pasaba, y no como quiere la prensa—de que junto a nosotros, en el túnel 29, habían muerto asfixiadas ocho personas.
Todas las caras que vi se volvieron otras, más allá de la primera gravedad: esas madres que lloraban, ese cuate que boqueaba frente a mí empapado de sudor y con la cara amarilla luego de haber escapado a lo negro del túnel, ese chavo que hacía lo que podía porque su hermano respirara, los padres que sostuvieron a sus hijos por arriba de la gente para que no se asfixiaran, los jóvenes y los niños que todavía tuvieron el gesto de ser “público”, como si no vinieran de una cosa nada más cabrona y que recobraron la calma y la conservaron contra todo, simple y literalmente acababan de salvarse la vida, y tal vez con su capacidad de reaccionar dando lo mejor de ellos y con su ejemplar comportamiento civil luego de enfrentar la muerte y la quiebra física, también nos salvaron la vida a muchos de nosotros.
* Texto publicado en La Jornada, 29 de mayo de 1985 y donado a juanfutbol/La CIudad Deportiva por el mismo autor.