Por Jorge Chavira
Se levanta en la mañana para revisar la app del periódico deportivo de la ciudad. Revisa las noticias de su equipo y espera que elTuca haga (por fin) cambios en la alineación que sirvan para generar mayor peligro. Se escribe con sus amigos sobre el clásico, discute acerca de los jugadores que debería meter Ferretti para que el equipo gane el tan ansiado partido de la ciudad. Repite lo mismo una y otra vez diciendo que él sí soltaría a los futbolistas.
Sus amigos rayados le tiran carro. Le cantan que Monterrey es su “papá”, pero el tigre los corrige y les dice que viven del baúl de los recuerdos.
Por la tarde se pone a repasar Twitter para ver qué se escribe sobre el equipo. Busca en el del Warrior (siempre habla maravillas de Tigres). Echa ojo a los tweets chicharroneros de SanCadilla Norte, quien por millonésima vez asegura que ganará Rayados. “Casi siempre pasa lo contrario”, piensa al leer en las cuentas dedicadas a las estadísticas del futbol mexicano (se emociona con lo que ve, aunque sabe que nunca se cumplen esos datos).
Así son sus días hasta que llega la hora de la verdad.
A punto de comenzar el clásico, le empiezan a sudar las manos. Su estómago da vueltas, quiere que ya acabe el juego, incluso antes del silbatazo inicial. Iniciado el partido empieza a gritarle a la tele como si los jugadores fueran a escucharlo; se lamenta por las recurrentes faltas del Pechu, los reclamos sin sentido del Bomboro Gignac, las fallas de Valencia, los largos recorridos por la banda de Damm, la pasividad del Tuca.
Pero de repente se acuerda de aquellos ídolos en los clásicos como Divino Gaitán gambeteando a la defensa rayada, o la temible mancuerna con el Cuqui Silvera. Recuerda a Luquitas Lobos metiendo esos golazos en el Tec. Sabe el tigre que, sin importar lo que pase, debe alentar siempre con muchos hue*** al equipo de sus amores.