Herrera debe irse. Por su bien y el de la Selección. El título en Copa Oro es un trámite cumplido, accesible como la clasificación a un Mundial o una segunda ronda en Copa América. El deber ser más que una joya de edición limitada en la sala de trofeos. Pero el metal confunde a quien menos debería confundir. Al que mira la copa como un arma de venganza personal y al que percibe en el logro colectivo el asidero para saldar cuentas con quienes discrepan de él. El individuo por encima de la Selección, el técnico por encima de sus jugadores. Gollum y su anillo precioso.
La del Piojo ha sido la era de la adjetivación. Del árbitro ladrón al narrador pendejo, del técnico cabrón al vendido. Los extremos como hilo conductor de una gestión tan llena de pasiones como escasa de materia gris. Herrera no puede quejarse. Dictó las reglas con cámara en mano. Volvió emocional lo analítico, mediático lo privado y vulgar lo diplomático. Le gustó mientras le convino.
Con él en el banquillo, el error en contra se volvió robo, la actuación de siempre en un Mundial se transformó en hazaña y las conferencias de prensa en un debate público, aunque controlado, entre porristas y detractores. La Selección no importa sino a través de él. Él es la Selección.
Es un exhibicionista por naturaleza. Vive en un mundo distinto al de los suyos. Si a los estrategas de traje y corbata les gusta la claustrofobia del búnker, a él lo seduce el voyerismo del reality show. Aprovechó su momento para abrazar el modelo piramidal. Primero él, luego su hija como tuitstar y después su esposa como protagonista de otro reality. La intimidad nunca le resultó necesaria. Ni para quejarse de un árbitro ni para agredir periodistas. Es un libro abierto, comercial como la Sección Amarilla y expuesto como una celebridad con el culo al aire. La mentira de la apertura patrocinada por el narcisismo.
El proceso tiene fecha de caducidad. Herrera, como las estrellas fugaces que un día cualquiera protagonizan Big Brother, existen mientras los medios de comunicación así lo quieran. En un reality, los protagonistas son ratas de laboratorio; las cámaras acosadoras de oficio; y la sociedad, jueza implacable sedienta de patentar su propio estilo de justicia. El Piojo le ha pegado a quien no debía. Quizás como persona podía hacerlo, no como técnico nacional. Para él, no existe la diferencia. Todo se ha vuelto personal. Herrera es víctima de su propia producción mediática. Debe irse. Por su bien y el de la Selección.