Las manos de un portero son un relicario. Llagas, nudos, callos. Huesos rotos, dedos torcidos, ampollas. Los milagros dolorosos, el rosario del Club. En el Bernabéu, la portería era un lugar al que los historiadores recurrían para hacer una crónica de sus catástrofes, hasta que la legendaria figura de Casillas mantuvo la peste a raya. El portero de un equipo grande sirve para dos cosas: detener y sostener. Alejado de las zonas del campo donde se modelan camisetas, su pecho, un órgano vital del madridismo, funcionaba como costal de golpes. Cuando nadie se atrevía a cuestionar al delantero millonario, siempre quedaba el portero para culpar.
Casillas fue institucional: ponía las manos en las buenas y la cara en las malas. Al final, los porteros son los monjes del futbol. Reflexivos, solitarios, espirituales. Están al servicio de la calma. De Casillas poco podemos decir que no hayan dicho las imágenes. Basta revisar el álbum del futbol mundial en los últimos diez años para encontrarnos una foto de Casillas en cada página. Dos Eurocopas, un Mundial, tres Champions, un Mundial de Clubes y cinco Ligas. Nada se le puede reprochar más que los años. La edad es una cruel biógrafa de los héroes y a Casillas le llegó Mourinho en una mala edad. La época más crítica del ídolo coincidió con la época más triste de Real Madrid. Fueron años donde los antiguos principios que dieron honor a este Club se cuestionaban todas las mañanas. Era tal la pérdida de nobleza diaria en Valdebebas que a un jugador como Casillas se le juzgó por traición. Casillas no pudo reponerse. Su confianza como guardameta quedó tocada y su moral como capitán, adolorida. Al potero de Real Madrid lo colgaron por las manos.