Por: Pablo Salas
Una mañana común y corriente, en aquel lunes 27 de noviembre de 1989, el panorama se mostraba sereno desde la torre de control del Aeropuerto Internacional El Dorado, en la ciudad de Bogotá; todavía era muy temprano, el café seguía caliente en las tazas de los operadores aéreos. Súbitamente el registro del vuelo 203 de Avianca desaparecía del radar; los instrumentos de control parecían haber fallado, pero era imposible que el avión con matrícula HK 1803 simplemente desapareciera del registro. Un ambiente de zozobra dentro de la torre comenzó a propagarse. Muy pronto, ese silencio maldito que llegaba sin aviso enfriando todo el lugar, confirmaba la noticia: un boeing 727 había explotado en el aire a causa de una bomba, provocando su caída y desintegrándolo por completo, reduciendo todo a restos incandescentes sobre una campiña cerca del municipio de Soacha.
Al medio día, un país entero lloraba por sus 110 hermanos fallecidos. En aquellos años Colombia estaba bañada en sangre por la guerra de los cárteles de droga y las calles se habían convertido en campo de batalla, mientras los civiles sufrían los estragos y daños colaterales de ésta.
Para ese entonces, Pablo Escobar Gaviria, líder del Cártel de Medellín, era ya uno de los hombres más poderosos y adinerados del país. “Don Pablo” no podía esconder su amor por el fútbol. Era un gran promotor de este deporte. Dedicaba gran parte de su tiempo en construir o remodelar canchas y espacios para la práctica del balompié dentro de comunidades marginadas. Gran parte de estos terrenos deportivos fueron el semillero de grandes figuras colombianas que, a la postre, triunfarían a nivel mundial. Se convirtió en el “Robin Hood antioqueño”, otorgando a los jóvenes espacios que los alejaban de una realidad bélica, misma realidad que Pablo había generado.
Escobar siempre anheló ser parte del fútbol, es así como decide comprar e inyectar sus millones a las filas del Medellín y El Atlético Nacional; no sólo era una gran oportunidad para lavar dinero, sino que también se volvió una especie de “juguete” para él. Vertiginosamente, de manera extremadamente rápida, la fiesta del balompié se convirtió en “narco-fútbol”, en gran medida porque otros capos de la droga no se quedaron atrás; Millonarios pertenecía al “Mexicano”, y el América de Cali estaba ya bajo las riendas de uno de los enemigos potenciales del Cártel de Medellin: Rodríguez Orejuela, líder del Cártel de Cali.
Las hostilidades en las calles se habían trasladado a los estadios. Todo se había convertido en una competencia entre bandos del crimen organizado por ver quién tenía al mejor equipo; los futbolistas se habían transformado en marionetas de los hampones. Se trataba de tener al equipo dominante, el más poderoso, de demostrar a los enemigos que incluso dentro de la cancha eran más fuertes que ellos. El Atlético Nacional, de Pablo Escobar, consiguió ser el primer equipo colombiano en ganar un campeonato internacional al levantar la Copa Libertadores en 1989.
Pablo invitaba a sus jugadores a la finca donde realizaban partidos amistosos. Escobar, como si fuera un videojuego, movía, ordenaba y jugaba en estas contiendas junto con el “Mexicano”, haciendo apuestas millonarias para divertirse un poco a costa de los futbolistas, quienes no tenían muchas opciones de negarse a hacerlo. El conjunto ganador era premiado con autos lujosos, dinero, joyas, y mujeres.
Fuera del auge que generó esa gran inyección de capital, la competencia trajo consigo, en el afán por demostrar quién era superior, una ola de corrupción, violencia, amaños de partidos, y apuestas ilegales. Ya no había límites; incluso se decía que Pablo Escobar había mandado matar a un árbitro por haberse “vendido” cínicamente al Cártel de Cali, provocando que su equipo perdiera contra el odiado rival: América de Cali.
Como es conocido, Pablo Escobar murió abatido por las fuerzas armadas, pero lejos de ser algo benéfico para el rubro futbolístico, desencadenó toda una vorágine llena de crimen para los profesionales del balompié.
La generación dorada del balompié colombiano se fue difuminando por toda la suciedad que envolvía al fútbol; poco a poco se iba decolorando la magia de Higuíta, Córdoba, “el pibe” Valderrama, Faustino Asprilla, “el tren” Valencia, “Chicho” Serna, Freddy Rincón.
Todo culminó en el Mundial del 94’. Al seleccionador de Colombia, “Pancho Maturana”, le llegó una carta exigiéndole que sacara de la alineación a Barrabas Gómez o perdería la vida. Luego se desencadenó el terror. El defensa Andrés Escobar fue asesinado por haber metido autogol. Fue secuestrado el hijo del “Chonto” Herrera. E Higuita fue encarcelado al ser acusado de secuestro debido a su relación cercana con los criminales.
Han pasado ya 25 años del fatídico estallido del avión que había mostrado la peor cara de la delicuencia organizada en Colombia. La Patria resurgió de las llamas. El balompié colombiano comprendió que el éxito estaba fuera de la delincuencia. Trabajaron arduamente para sacar a los equipos de la bancarrota; constituyeron un deporte sólido con instituciones serias que al día de hoy le han permitido a Colombia jactarse de tener un fútbol competitivo, bastante atractivo, siendo forjadores de promesas y realidades balompédicas que gozan de buena salud.