Por: Gabriel Gallo | @gallo9003
Corría el minuto 94. El azulgrana del Santo Padre, tenía un córner a favor en el último suspiro del agregado. Y en Chapecó, todos se mordían las uñas, o apretujaban del nervio, cualquier objeto al alcance.
Silencio expectante en la Arena Condá.
La redonda voló por los aires, como una paloma buscando alguna migaja de pan, en la explanada de cualquier recinto religioso. Un desvío. Luego dos. Una pierna granata empuja la esférica y con ello, el sueño se esfuma con el pitazo final.
La cenicienta brasileña del torneo continental, ha caído. Danilo solloza derrotado, ante la imposibilidad de resguardar su meta en cero. San Lorenzo, tocado por la afición del portavoz de San Pedro en la tierra, unge de nuevo su historia con el milagro.
Veintidós mil almas y unos cuantos más, lloran desconsolados la caída del pequeño gigante. Acostumbran vivir bajo el yugo de los grandes, a la sombra de la historia. Y una vez más, el futbol se torna ingrato. Injusto con los que sufren ya de por sí, mucho más; inclemente con la esencia de quienes están destinados al olvido.
La humildad y el trabajo, se agradecen. Las emociones hasta el último momento, también. Pero la derrota cala hondo.
Caio Júnior camina por el campo, levantando las caras de cada uno de sus guerreros. Los abraza y les anima, secándoles las lágrimas. El futbol es ingrato, sí. Pero, sigue siendo “lo más importante, de lo menos importante”. La vida sigue. Mañana hay entreno matutino y hay que seguir ejercitando el músculo de la ilusión, para alimentar el hambre de triunfo.
Uno a uno, los verdes comienzan a levantarse y las lágrimas se convierten en aplauso. La trágica derrota, es mucho más dulce en un club tan pequeño para la historia. La gloria ya es de ellos, aun siendo los vencidos.
Y luego, lo impensable. Torrico y Angeleri se acercan con Cleber y Tiaguinho, quienes son los únicos desconsolados que no han logrado ahogar el llanto. Les ofrecen sus remeras, empapadas en la narrativa de aquella guerra continental de noventa minutos. Los colores azulgrana se convierten en pañuelos para el consuelo.
Una vez de pie, ambos cariocas les agradecen el gesto y se desnudan de sus colores para depositarlos en manos del rival, que por un momento, se convierte en lo más cercano a un ser querido. Los cuatro se funden en un abrazo, e intercambian palabras imperceptibles para el oído humano. El futbol ha terminado.
Aguirre no se ha ido al vestuario. Camina tranquilamente, en busca de su símil – Caio – para estrecharle la mano. Intercambian elogios y de pronto, pegan un grito a sus respectivos pupilos.
Los 22 futbolistas, a su ritmo, se acercan al centro del campo para aplaudirse entre ellos. La rivalidad ha muerto; el futbol ha ganado. La afición se consuela de a poco y el manto de la victoria les cubre de las luminarias a todos, sin distinción. Al menos por un instante.
Gesto de paz, tan necesitada en nuestro mundo.
Gesta honorable la que los verdes han conseguido. Solo seis años ha necesitado Chapecó para ponerse en boca de todos; para no ser un desconocido nunca más. Solo un instante les ha separado de pelear por su primera estrella. Aquella a la que todos han crecido mirando cada noche, deseando ser parte del firmamento.
Aquella a la que hoy se suman 75 estrellas más -y no sólo una-, si tan solo aquella esférica hubiera entrado. Si tan solo la punta del zapato de Danilo, no hubiera besado el cuero en aquella noche de Chapecó. Si tan solo el futbol fuera menos caprichoso.
Si tan solo, el precio por convertirse en leyenda, no fuera la muerte.