Por: Farid Barquet Climent
Ni siquiera en el deporte suelo aplaudir las insubordinaciones. Me considero una persona más afecta cumplir con las reglas jerárquicas que a su transgresión. Sin embargo, hay límites: situaciones excepcionales que justifican apartarse de esa forma de actuar.
La contumacia de Memo Vázquez en una actitud timorata (por usar el calificativo más suave) durante el partido de ida de la final, demuestra que no sólo no extrajo ninguna lección de lo ocurrido recién el domingo —en que su intransigencia en el apocamiento estuvo a punto de desembocar en el maracanazo versión CU’2015— sino que persiste en no ambicionar nada y en disfrazar de supuesta estrategia su evidente estupefacción, con lo cual confirma lo desatinada que fue, por prematura, la renovación de su contrato tras apenas ganar la ida de la semifinal en el Azteca.
Incapaz de cometer un acierto tan elemental —que parece un clamor en boca inclusive de comentaristas televisivos ajenos a simpatías por los Pumas— como poner en el campo al jugador más talentoso del plantel, Daniel Ludueña —lo cual hace suponer que el motivo de su ausencia adquiere tintes de conflicto personal—, Memo seguramente pretextará que el muy discutible penal marcado en contra a los 15 minutos del primer tiempo fue determinante en el resultado. No niego que el gol de Gignac haya sido un factor desencadenante de la abultada derrota en Monterrey, pero además de que no es la única variable explicativa de lo sucedido tampoco puede invocarse como un salvoconducto para no denunciar el planteamiento monocorde —y, en consecuencia, predecible— que, a pesar de los evidentes estragos, ha presentado partido tras partido el Director Técnico de Pumas durante la Liguilla y desde las postrimerías del torneo regular: permanentemente pertrechado el equipo en su mitad del campo y con sus jugadores de vocación ofensiva alejados de la zona de la cancha donde pueden explotar, lo que en palabras del escritor Ernst Jünger, equivale a “exigir a los pescadores que vivan tierra adentro”.
Estar en partidos finales no sólo no disminuye sino que amplifica la magnitud del despropósito que entraña imponer a un equipo una camisa de fuerza que le obligue a competir desde una adversidad auto infligida, precisamente porque las finales son la instancia en que se dirime nada menos que el objetivo de toda una temporada: la conquista de un título —aunque en este momento, lastimosamente, para Pumas parezca remota su consecución.
Por ello, desde una desesperación que creo no está desprovista de razones, me atrevo a invitar a los jugadores de Pumas a que sigan la conseja popular: “a palabras necias, oídos sordos”.
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