Por: Elías Leonardo

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El tercer día de Copa del Mundo nos ofreció bellas estampas futboleras. Imágenes, personas y acciones dignas de ser vanagloriadas por su genuina y exquisita contribución a una pasión terca en mantenernos a su lado. Dichosa terquedad.

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El festejo

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Anota el primer gol de su equipo, anota su primer gol en un Mundial. Motivos suficientes para que festeje como le venga en gana, pero ha decidido hacerlo de manera eufórica sumando a sus compañeros. Corre hacia el área de bancas para integrar a los suplentes y cuerpo técnico; baila, bailan todos en sintonía de júbilo. Su entrenador, al término del partido, es cuestionado sobre qué piensa del triunfo. Responde pensando en sus jugadores, brindándole el mérito a los protagonistas, subrayando que no hay como la felicidad de que varios muchachos que alguna vez soñaron con estar en una Copa del Mundo vean cumplido su sueño. José Pékerman está contento, contento no por el triunfo, sino por haber puesto un granito de arena para que un grupo de personas unifique la alegría masiva; Pablo Armero hizo estallar de emoción a una selección, a una nación y a los futboleros que no veíamos un festejo colombiano tan armónico y contagioso como el de la generación de Valderrama y Asprilla cuando golearon a Argentina en 1993.


El aplomo


Qué bueno que el futbol nos dé cachetada con guante blanco y que reafirme que nada está escrito. Previo al Mundial, y ello me incluye, muchos pronosticamos que Costa Rica sería un rival endeble en su grupo. La desahuciamos desde el arranque, la condenamos al ocaso sin derecho a defenderse. Los ticos dieron una lección futbolística que no implica solamente a Uruguay, sino también al resto de jueces y prejuiciosos que considerábamos era culpable de debilidad. Inteligentes, Pinto y sus hombres protegieron el argumento de su fortaleza para utilizarla con aplomo, entereza y agallas en el instante que los encaminábamos al paredón. “Nos equivocamos, usted perdone”. No, nada de eso. Aceptemos el castigo de dar por hecho algo que ni siquiera ha ocurrido, de sentenciar al vapor, de no tener el valor de otorgar el beneficio de la duda. Fuimos ruines y Costa Rica nos lo plasma en nuestra cara hablando en la cancha.


El genio


Una, dos, tres, cuatro, las veces que sean. Por mucho que veo el gol de Marchisio a Inglaterra, no dejo de deleitarme con la pantalla de Pirlo. Poeta en el país del Catenaccio, el señor Andrea ha sabido sobresalir en una tradición futbolística que exige esfuerzo, aplaude el sacrificio y prohíbe el virtuosismo. Frente a los ingleses recurre a un engaño para quitarse a su marcador, confundir a otros defensas y brindarle la oportunidad de la gloria a un compañero. ¿Un lujo su finta? No. Y en todo caso, los cracks pueden y saben hacerlo. Jorge Valdano decía en la transmisión que los cracks son sustanciales, y Pirlo es un ejemplo de ello. Recurrió a un recurso pensado, válido y sencillo en aras de ayudar a su equipo. En una milésima de segundo tomó la mejor decisión para los suyos con maestría incluida. Acostumbrado a hacer magia con el balón, Pirlo también lo hace sin él.


Los osados


Uno se atrevió a modificar el estilo histórico de su selección y el otro a apostar con jóvenes en un esquema que suele no tocar a los veteranos. Locos, irreverentes, malcriados. Críticas han habido y habrán hacia sus convicciones, pero de igual forma merecen reconocimiento. Detrás de sus respectivas roles de directores existen dos hombres que permiten ser al futbolista, que conceden complacencia a las cualidades de sus pupilos, que brindan espacio al gusto de jugar y dejar jugar. Cesare Prandelli y Roy Hodgson, dos entrenadores que osaron en regalar libertades donde el más beneficiado fue el aficionado.

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