Por: Roberto Quintanar
Para los Cubs no podía ser de otra forma. Sufrir y más sufrir; la victoria no hubiese tenido el mismo sabor sin el sudor en la frente, las manos temblorosas y el corazón casi afuera del pecho. Si Chicago había de ganar esta Serie Mundial, debía casi destruir los nervios de sus fieles seguidores.
Sólo debieron pasar 108 años, una cabra, un Steve Bartman (el chivo expiatorio favorito), siete juegos y diez entradas. Sólo se tuvieron que levantar de un 1-3. Sólo tenían que dejarse empatar en el octavo rollo luego de tener una ventaja de tres carreras en el partido decisivo. Sólo necesitaban que Cleveland les acercara el fuego en la parte baja de la décima y se pusiera a una anotación de arruinarles la fiesta. Todo esto resume al hoy campeón de la MLB: sin sangre, sudor y lágrimas, no hay regocijo en la ansiada victoria.
La historia parecía escrita para definirse así. Cuando Ben Zobrist conectó el doble que impulsó la carrera de la ventaja, los fantasmas del pasado recibieron un golpe casi letal; el sencillo de Miguel Montero que remolcó la octava para los Cubs, los borró del mapa para siempre.
El mejor equipo de la MLB se levantó con el título de la Serie Mundial. Aquellas leyendas folclóricas sin sustento alguno nunca volverán a escucharse en las calles de Chicago, ciudad que esta noche no dormirá en medio de dulces festejos.
Los únicos fantasmas que hoy rodearán Wrigley Field serán los de aquellos que no alcanzaron a ver en vida un título de sus Cubs. Y aunque el quiebre definitivo de esa “maldición” no fue en el sitio en el que nació (el partido definitivo se jugó el Cleveland), es ahí en donde por fin descansarán tras regocijarse con la ansiada victoria de los suyos.
La madre de las maldiciones deportivas llegó a su fin. La superstición fue vencida por los maderos de la más aguerrida novena… ya no habrá más hechizos malignos en Chicago.