El América me ha fallado. Como a millones. Porque me unen a él razones que escapan a la matemática. Porque esas razones tienen nombres y apellidos que merecen ser recordados. Valores que han estado siempre y que deberían perdurar más allá de las personas. No se trata de ganar, sino de cómo lo haces. Las victorias generan affaires de una noche. Las filosofías, amores para siempre. Va más allá de los títulos. Pero Peláez no lo entiende.
Está confundido. Intoxicado de éxito. Para él, la grandeza máxima es una cuestión de sumas y restas. Dado que su proyecto arrojó los títulos necesarios para que América se fuera arriba en el conteo, se ha adjudicado el rol del más grande dentro del más grande. Los técnicos campeones le incomodan. Hoy le sirven, mañana los echa. Contrata entonces a quien sabe que llega por un favor personal. Le molesta también la idolatría a Cuauhtémoc. Le niega retirarse con el club. Le da un partido de homenaje más por imposición que por deseo. Y sabotea el centenario. Lo que no es de él, no es de nadie. Ni siquiera de aficionados deseosos de volver a esas primeras citas en que decidieron que estaban ante un amor para toda la vida. Es el equipo de Peláez, no el América.
Las pruebas lo retratan. En su risk imaginario, consideró que despedir a su amigo tras el ridículo en el Mundial de Clubes implicaba exhibirse a sí mismo. Pasó por encima de cualquiera. Incluso de Azcárraga. Sus prioridades antes que las del club. Con el torneo pasado ganó tiempo. Espera pacientemente a que un nuevo trofeo llegue para fortalecer en su cabeza la idea de que él no se equivoca. Que todo lo hace bien. Que contrata a quien debe. Y que hasta descubre al nuevo Guardiola donde todos ven a Nacho Ambriz.
Es un Mourinho en potencia. O quizás uno consumado. Si el madridismo cambió sus maneras de siempre para adoptar las de José, el americanismo actúa bajo los conceptos de Peláez. Promueve humildad (con frecuencia usada para validar que no llegue quien pueda opacarlo) aunque la historia del club exige ser antagonista. Desdeña refuerzos de relumbrón aunque en el adn institucional está tener los mejores. Rechaza partidos conmemorativos aunque su afición sueña con una imagen para guardar en la eternidad como símbolo del instante en que el equipo cumplió cien años. Para él es una cuestión de lucimiento personal, de trofeos. No importa que sean de la Liga MX. Tampoco que se puedan ganar cada seis meses. Su presente por encima de todo.
Peláez le vendría bien al Toluca. O al Necaxa que tanto conoce. Equipos que recurren al número para decirse que son grandes. Que lo hacen porque no los acompañan millones en las tribunas, porque o carecen de manual de identidad o son tan pocos que en una reunión se ponen de acuerdo. El pragmatismo cabe en los negocios. No aquí, donde las emociones van más allá del metal, porque si así fuera, los que hoy profesan amor, mañana estarían con otro y después con otro más. Ricardo está en el lugar equivocado.
Reconozco que estoy molesto. Que escribo sesgado por el enojo. A Peláez lo avalan los resultados. Si a números vamos, estoy liquidado. Pero él nos ha robado una ocasión única. La de recordar lo que fuimos para valorar lo que somos. La de volver a sentir que los más grandes juegan con nosotros. La de ahora sí enfrentar al Barcelona aunque sea en un amistoso. La de volver a ser niños enamorándonos por primera vez. Gracias a él, el América me ha fallado. Como a millones.