Por: Farid Barquet Climent
El campeonato pasado nos regaló una de las dos alegrías de la temporada —la otra fue el triunfo sobre Chivas 1-0—: ganarle al América a domicilio (1-3) con dos goles de él, el segundo, de factura muy similar al que marcó anoche en Querétaro, que sumado a sus dos asistencias, arrojaron el marcador final (1-3) que puso fin a 21 años sin victoria de Pumas en el Estadio Corregidora y despierta buenos augurios para el equipo de la Universidad Nacional en el Apertura 2014.
No fue sino hasta ayer que Daniel Emmanuel Ludueña portó nominalmente la camiseta 10 auriazul, si bien ya fungía como tal en la cancha desde su llegada al club el torneo pasado. No se trata sólo de un ritual simbólico: es de justicia que lleve en la espalda el número que no sólo lo ha acompañado durante su carrera sino que es el que corresponde a su posición, llamado como está a convertirse en el catalizador del ritmo de juego de un equipo plagado de jóvenes, cuyo ímpetu y despliegue físico tiene él la responsabilidad de darles de sentido con su visión de campo y su veteranía.
Ludueña tiene todo para convertirse en el armador de juego con que Pumas no cuenta desde los tiempos del chileno Juan Carlos Vera, aquel ícono universitario de los noventa, pertenecientes ambos a esa especie cada vez más rara de centrocampistas que, a pesar de dominar varios instrumentos, actúan como directores de orquesta.
Los Pumas bicampeones de Hugo en 2004 no basaban su ataque en un 10 repartidor como Vera o Ludueña, sino en extremos como Ailton Da Silva, José Luis “Parejita” López o Ismael Íñiguez. El énfasis en las bandas continuó con “Tuca” Ferreti y “Memo” Vázquez, quienes depositaron el juego ofensivo en los desbordes de Pablo Barrera y Javier Cortés para la consecución de los campeonatos de 2009 y 2011, respectivamente.
La comba que describen los tiros libres del nuevo 10 de los Pumas, al parecer no la aprendió en las divisiones inferiores de River Plate —club con el que debutó en la Primera División argentina y con el que saldría campeón dos veces en 2003 y 2004— sino que la trae en los genes, pues Daniel Emmanuel es hijo de Luis Antonio “Hacha” Ludueña, referente del legendario Talleres de Córdoba de mitad de los setenta en Argentina, equipo que ganó todo lo ganable.
Habitual en la selección de César Luis Menotti antes del Mundial Argentina’78, Luis Antonio quedó fuera de la lista final de convocados para la competencia unos días antes de que ésta iniciara. El “Hacha” no fue el único marginado por El Flaco la víspera del Mundial: la misma suerte corrió otro muchacho prometedor, que entonces jugaba para Argentinos Juniors y que apenas un par de años antes había debutado precisamente en un partido contra Talleres, el cual perdieron gracias al único gol de la tarde a cargo de Ludueña. Su nombre: Diego Armando Maradona.
“Yo fui un volante con llegada y mucha técnica”[1], dice el Luis Antonio, el “Hacha”, desde alguna canchita cordobesa donde hoy entrena niños. El mismo enunciado, conjugado en presente, puede pronunciarlo con toda autoridad Daniel Emmanuel, el “Hachita”, quien llegó a México a jugar con los Tecos de la Universidad Autónoma de Guadalajara —escuela de ideología ultraderechista—, franquicia felizmente desaparecida que a pesar de no contar con ningún arraigo ni siquiera entre su estudiantado y que inclusive se auto flagelaba alineando futbolistas que no eran tales —como era el caso del hijo y sobrino de los dueños del equipo— el talento de Ludueña pudo llevarla hasta una final en 2005 contra el América, la única vez que Cuauhtémoc Blanco ha podido ser campeón de Liga.
El “Hachita” se fue a jugar después a Santos Laguna, equipo al que ayudó a salvar del descenso y al que hizo resurgir hasta conquistar los campeonatos Clausura 2008 y 2012. De efímero paso por Pachuca —aunque no pudo reprimirse el gusto de dejar para el recuerdo un gol que pateó desde atrás de media cancha en el Estadio Hidalgo—, llegó al equipo de la Universidad Nacional Autónoma de México a principios de 2014.
Quienes se han ocupado de estudiar la historia de las universidades convienen en que el nacimiento de éstas en el sentido moderno de la palabra tuvo lugar durante la Edad Media y que su “estructura corporativa”[2] —que las diferencia de las escuelas griegas, romanas, bizantinas o árabes— no es ajena a las condiciones sociales que la anteceden[3], como fueron las formas de organización del trabajo, conocidas precisamente como corporaciones, cada una de las cuales “agrupaba a sus integrantes en tres categorías: a) aprendices, b) compañeros u oficiales y c) maestros”[4], de forma análoga a la jerarquía entre funciones que se mantiene vigente en los centros productivos que se denominan talleres.
Así como la Historia demuestra que la transmisión del conocimiento ha descrito una evolución que va desde talleres compuestos por maestros, oficiales y aprendices hasta la universidad entendida como corporación de profesores, estudiantes y trabajadores, la historia de los Ludueña ilustra un traspaso muy semejante: el del talento futbolístico de un padre a su hijo, desde Talleres hasta la Universidad.
[1] Villalobo, Marco, “Ludueña: confieso que he aprendido”, El Gráfico, Buenos Aires, noviembre 2013. Disponible en: http://www.elgrafico.com.ar/2013/12/01/C-4992-hacha-luduena-confieso-que-he-aprendido.php
[2] Tamayo y Salmorán, Rolando, La Universidad, epopeya medieval, Huber, México, 1998, p. 15.
[3] Idem, pp. 15 y 17.
[4] Climent Bonilla, María Margarita, Nociones de Derecho Positivo Mexicano, Porrúa, México, 2003, p. 238.