Por: Farid Barquet

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Soy de los aficionados que pueden seguir viendo el Mundial a pesar de que su selección haya quedado eliminada, sólo que los encuentros que tienen lugar cuando los míos ya están de regreso en suelo patrio, por regla general los miro con una distancia anímica que parece más bien indiferencia.


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Esta costumbre de sobrellevar la eliminación de mi equipo sin arrendar mi corazón a otra u otras escuadras, admite excepciones: si se mantiene con vida el representativo de un país del que un amigo es oriundo o en el que tiene raíces familiares, me solidarizo con él y, si bien puedo desarrollar niveles de empatía rayanos en la mímesis, mi naturaleza me impide sufrir, alegrarme o compungirme como si se tratara de mi selección.

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Sin exteriorizarlo y siempre para mis adentros, también suelo transmitir mis mejores vibras a aquellas selecciones de países que son más pobres que el mío o que atraviesen por circunstancias críticas, a los cuales —como a mi México— el futbol puede darles, al menos, un poco de alegría.


Admito que casi sin advertirlo y mucho menos sin proponérmelo, en este Mundial he pasado por dos trances sin precedente que nada tienen que ver con antepasados míos o de mis amigos ni con sentimientos de conmiseración hacia ningún país, pero que para mí suponen dar el salto de la simpatía discreta al apoyo abierto.


Hace dos días vibré durante el Alemania-Argelia. Sufrí en cada embate teutón, encajé con malos modales las anotaciones de los germánicos y predispuse mi garganta para gritar al máximo los goles de los africanos, que no llegaron en tiempo oportuno ni cuantía suficiente.


No es que reniegue de la orfandad mundialista en la que me he quedado desde el pasado domingo, pero hoy, de cara a los cuartos de final y después de ponderar múltiples razones, Colombia ha terminado por adoptarme, ha incubado en mí el convencimiento de alentarla decididamente a pesar de que soy plenamente consciente de que enfrente está Brasil, nación querida, sinónimo de futbol, sede del certamen, tierra donde florecen estetas de la pelota que han llevado a este deporte a su máxima expresión —Didí, Garrincha, Pelé, Zico, Romario, Ronaldo, Ronaldinho, por citar a los de mayor renombre— así como también algunos referentes del equipo de mis amores, auténticos héroes de mi infancia, quizá no tan admirables como los primeros pero sí más queridos: Evanivaldo Castro “Cabinho”, Ricardo “Tuca” Ferreti, José Ailton Da Silva…

Además, mis Pumas nunca han tenido un jugador colombiano en sus filas.


A pesar de ello, he decidido vivir el partido Brasil-Colombia entre colombianos avecindados en México. Por tratarse de un sentir espontáneo y no de una pantomima prefabricada, me conduciré con naturalidad y dejaré que la emoción me lleve hasta donde alcance a calar en mis nervios. Sin embargo, no oculto que pondré algunas dosis de histrionismo que permitan mi subrepticia infiltración entre la colonia colombiana de la ciudad de México sin despertar sospechas, pasar lo más inadvertido posible y no ser descubierto como un intruso o un farsante.


Para mi propósito no hay mejor guía que Cabeza de turco (Anagrama), el libro para el que su autor, el periodista alemán Günter Wallraff, se disfrazó y se convirtió en un personaje, Alí, inmigrante turco ilegal cuya falsa identidad le permitió a Wallraff realizar trabajos en distintas empresas y corporaciones alemanas y así poder documentar y poner al desnudo las inhumanas políticas laborales que éstas implementan al mismo tiempo que denunciar el trato discriminatorio que aquéllos reciben.


A diferencia de la transformación física por la que Wallraff tuvo que pasar para dar vida a su personaje, yo sólo he tenido que retirar del gancho mi camiseta de la Selección Colombia que lleva en el dorsal mi nombre de pila, que es el mismo al que responde el único jugador del plantel actual que estuvo presente en la anterior participación colombiana en un Mundial (Francia’98) y que recién en esta Copa acaba de imponer un nuevo récord: Farid Mondragón, el portero más longevo en disputar un Mundial con 43 años de edad.


Como si fuera un ensayo general, prendí mi DVD y puse un par de capítulos de algunas series televisivas colombianas muy vistas en varios países, que si bien gozan de altos niveles de audiencia no son del gusto de muchos colombianos por el lenguaje y las costumbres que los actores representan en esas producciones.


Sin que lograran disuadirme de mi propósito las objeciones sobre “la mala imagen del país” que esas teleseries difunden, me permití unos minutos para familiarizarme con el acento paisa de varios personajes, lo cual me hizo ganar confianza para introducirme, a la velocidad del “Tren” Valencia, entre la fanaticada colombiana que vive en mi ciudad.


Con la camiseta del tocayo puesta y el acento antioqueño más o menos interiorizado, me dirijo con un amigo a un restorán de comida colombiana, ubicado nada menos que en la calle Medellín (esquina con Coahuila, Colonia Roma) y cuyo nombre, Macondo, fue imaginativo cuando lo escogió el Premio Nobel para su novela señera, pero cuando se usa para bautizar un negocio ya parece trillado.


Si la señora Olga, propietaria del lugar, no se esmeró mucho en elegir la denominación del establecimiento, sí que lo hace en la cocina: para el calentamiento nos envió una bandeja paisa, que disfrutamos tanto como el gol de Asprilla a Goicoechea en el Monumental de River durante las eliminatorias para el Mundial USA’94.


Después, cual “Palomo” Usuriaga, se descolgó con unas magníficas empanadas y, con un pasecito al hueco digno del “Pibe” Valderrama, envió a nuestra mesa un delicioso sancocho y un exquisito ajiaco, que nos dejaron listos para presenciar el partido acompañados por un par de cervezas Águila, pues Club Colombia, menos popular, más aspiracional, nos pareció digna sólo de quienes miran los partidos de la selección desde algún palco del Campín de Bogotá.


Mi acompañante no había dado el primer trago a su aguapanela cuando Tiago Silva puso adelante a Brasil gracias a un mal marcaje de la defensa colombiana en un tiro de esquina. Colombia buscó infructuosamente el empate con disparos de larga y media distancia de Guarín y Cuadrado, pero no pudo generar oportunidades de gol sino hasta la muy discutible anulación del tanto anotado por Yépez, pues el fuera de lugar que sí existió, ocurrió varios segundos antes de que el defensor colombiano anidara el balón en el arco brasileño.


Los aguardientes corrieron tanto como los carrileros del equipo cafetero hasta que tres minutos después del gol injustamente anulado, por fin apareció el futbol brasileño en esta Copa: David Luiz dio una cátedra de cómo se le pega al balón con fuerza y colocación, como única forma de vencer al arquero Ospina, quien se había mostrado imbatible.


Una luz de esperanza apareció al minuto 76 gracias a un penalti cometido por el portero Julio César, que James Rodríguez convirtió en gol con señorío.

Al igual que como le ocurrió a los argelinos contra Alemania, los goles colombianos no llegaron en tiempo oportuno ni en cuantía suficiente, y tendrán que abandonar el certamen después de haber regado de buen futbol las canchas brasileñas.

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La actitud ganadora, el hambre de triunfo y los deseos de destacar que se observan en los futbolistas cafeteros que participaron de manera no sólo digna sino por momentos francamente brillante en Brasil’2014, son la evidencia de que empieza a quedar atrás el sentir que aquejaba a la generación ciudadanos colombianos que padeció el paroxismo de la violencia y la descomposición social de los años ochenta y noventa, para quienes “la resignación era una suerte de idiosincrasia nacional, el legado que nos dejaba nuestro tiempo”[1], según el dicho de uno de los personajes que aparecen en El ruido de las cosas al caer, la novela con la que el escritor bogotano Juan Gabriel Vásquez se hizo merecedor del Premio Alfaguara de Novela 2011.


En aquellos años dolorosos, ostentar un pasaporte colombiano, en palabras de Luis Carlos Galán —candidato presidencial del Partido Liberal, asesinado por sicarios a las órdenes de Pablo Escobar en 1989— inspiraba la desconfianza de terceros y estaba lejos de despertar alguna expresión de reconocimiento En un histórico discurso que pronunció durante su campaña electoral, Galán enarboló el deseo de que Colombia dejara de ser “una nación marginal secundaria, para que no le vuelva a dar vergüenza a ningún colombiano al presentar el pasaporte de su patria”.


Tres años después del homicidio de Galán, dos periodistas mexicanos, Epigmenio Ibarra y Hernán Vera, salvaron la vida durante la guerra de Yugoslavia gracias a que pudieron mostrar sus pasaportes mexicanos a un soldado que estuvo a punto de fusilarlos por sospechar que eran espías. De acuerdo con el relato de Eduardo Galeano en El fútbol a sol y sombra, cuando leyó la palabra MÉXICO en el documento migratorio de los detenidos “el rostro del oficial se iluminó: —¡México! —gritó—. ¡Hugo Sánchez! Y dejó caer el arma y los abrazó”[2].


Así como en 1992 aquel par de valerosos reporteros mexicanos driblaron a la muerte gracias a un pasaporte que un hombre lastrado por la guerra fue capaz de asociar con la belleza de un gol, en 2014, mostrar un pasaporte colombiano será lo más lejano al sentimiento de vergüenza y, por el contrario, evocará las atajadas de Ospina, el liderazgo de Yépez, la habilidad de Cuadrado, el empuje de Guarín, la inteligencia de Teófilo, la clase extraordinaria de James y hasta el talento ausente de Falcao, tal como —creo— le hubiera gustado a Luis Carlos Galán.


[1] Vásquez, Juan Gabriel, El ruido de las cosas al caer, Alfaguara, México, 2011, p. 19.

[2] Galeano, Eduardo, El fútbol a sol y sombra, Siglo XXI, México, 2004, p. 212.

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