Por: Ángel Armando Castellanos
El amor por el futbol nace en la infancia. Todo nace como un juego en el recreo o en la casa de algún familiar. Vivir esa etapa sin gritar goles es algo que pocos pueden contar. Casi en cada casa hay una anécdota de la maceta rota o el berrinche por no haber podido acabar el “partidazo”.
Meterse un autogol
Es una de las situaciones más desafortunadas que existen. Causante de bullying -o de que te agarraran de bajada- durante varios días. Quisiste sacar un balón que no iba a gol y terminaste marcando en tu propio arco. Manos a la cara, risas ajenas y el reclamo de tus compañeros. La responsabilidad pudo ser hasta del asfalto que generó un bote confuso. Al final, sólo una anécdota para la posteridad.
Ponchar el balón nuevecito
Salías al callejón, al parque o a la canchita de tierra. Presumías el balón que te acababan de regalar por tu cumpleaños, fin de cursos o Día del Niño. No faltaba el salado -o mala leche- que lo pateaba con toda el alma justo hacia la varilla suelta o hacia la esquina más puntiaguda que había. Los reclamos, el enojo y el consuelo de los tuyos no se hacían esperar. Ni modo, a esperar por otro balón nuevo.
Pedir que anularan un gol porque “la portería es muy alta”
Si había arco y el travesaño estaba demasiado alto, la excusa de “no cuenta” estaba prohibida. Si no había travesaño real porque el balón era en la calle, entonces se valía decir, “salta con los brazos elevados y hasta donde llegues se vale el gol”. Si el balón pasaba un poco más arriba el portero se excusaba con un “la voló y no vale”. De la discusión con su término en “gol o penal” mejor ni hablamos.
Ser llevados de la oreja por su mamá/papá
Jugabas y el partido duraba hasta que la mamá o papá de la mayoría de los niños -o del dueño del balón- pegaba un grito que toda la cuadra escuchaba. En caso de que hicieras caso omiso, te ganabas desde mil y un amenazas hasta ser llevado de la oreja -y advertencia pública de cinturonazo o chanclazo- a tu casa. Alguna vez te habrá tocado ver a la madre furiosa que agarraba a escobazos a su hijo. Ojalá no hayas sido tú el protagonista de esa reprimenda.
Romper un vidrio, maceta o faro de coche
No había peor cosa que sentirte Zidane y reventar un balonazo creyendo que por la fuerza marcarías un gol sí o sí. Al final, el balón acababa con “la maceta preferida de la vecina”, con el vidrio de la ventana del señor más enojón o con el faro del coche nuevo de los adinerados de la zona. En el mejor de los casos el tiro iba directo a un portón. Para evitar el regaño y aumentar el nivel de adrenalina había que correr a toda velocidad tan lejos como fuese posible.
Bonus: Mover las porterías cuando pasaban coches
Sólo aplicaba cuando se jugaba en la calle. Las porterías estaban marcadas con huacales, ladrillos, piedras o lo que fuera. Entonces pasaba un auto. Tus amigos gritaban y de inmediato había que mover los arcos. Al volver a jugar, las porterías nunca quedaban de su tamaño original y no faltaba el reclamo.