Comprendí que Messi era un organismo internacional al ver aquella fotografía de Mohammad Hijazi, de tres años, y su hermano Suhaib, de dos. Los niños murieron cuando su casa fue destruida por un ataque israelí en noviembre de 2012. El padre Fouad también murió y su madre, única sobreviviente de la familia, permanecía grave.
Días después, Paul Hansen, fotógrafo sueco, capta el sepelio de los niños y el padre en un callejón de Gaza. Todavía alcanzaba a verse la polvareda levantada por los misiles. Mohammad y Suhaib aparecen en primer plano amortajados con sábanas blancas en brazos de sus tíos. Sólo se les ve la cara, herida, pero tranquila. Conservan la ternura de dos niños durmiendo. Los hermanos Hijazi encabezaban otra procesión eterna: gritos que se confunden con rezos, dolor, rabia, ira, venganza.
La imagen enseña todos los rostros aciagos que siguen causando los enfrentamientos entre Israel y Palestina. La guerra de un grupo rabioso dispuesto a cobrar su muerte y, por otro lado, la inocencia muerta retratada con crudeza. La fotografía se vuelve un reclamo infantil en medio de una lucha de adultos.
El fútbol con ese poder milagroso para consolar, se cuela en la instantánea. Aún allí, en la fotografía más impactante del 2013, primer premio World Press, Messi formaba parte de la escena. El familiar que carga el cadáver de Mohammad vestía una sudadera de la Selección Argentina de Fútbol; siendo palestino lleva el logo de la AFA en el lado izquierdo y el de adidas en el derecho. Junto a él, otro palestino desconsolado vestía una sudadera Nike del FC Barcelona.
A la fotografía de Paul Hansen le fue retirado el premio un año después al comprobarse que había utilizado retoques de iluminación. No es difícil imaginar a estos niños jugando a ser Messi segundos antes de que un misil atravesara su casa. A veces no dimensionamos el alcance humano del fútbol, y otras, es el propio fútbol quien no entiende el amor que le tiene tanta gente.