Por: Farid Barquet Climent
A la memoria de Juan B. Climent Beltrán,
inspirador de estas líneas.
A Ulises Barquet y
Clemente Molina-Enríquez,
con mi solidaridad
Uno de los republicanos españoles exiliados en México desde 1940, lejos de abrazar los colores de los equipos de la colonia española en nuestro país, como el Real Club España o el Asturias, se decantó por una escuadra de raigambre popular en la capital mexicana: el Atlante FC, que hoy cumple 100 años, preferido de los obreros y propiedad en aquel tiempo del entonces jefe de la policía citadina, General José Manuel Núñez.
Esa extraña querencia por un equipo sin ribetes españolistas se explica en parte por la nula solidaridad —si no es que la franca hostilidad— que muchos españoles o descendientes de éstos le prodigaron a él y a otros exiliados a su llegada, pero también puede entenderse como una forma de gratitud hacia el país de acogida y como el deseo de insertarse, sin cortapisas de origen, en su nueva comunidad.
La afición al Atlante le resultaba inmejorable a nuestro personaje para poder experimentar la necesaria pero difícil transmutación de inmigrante a inmigrado: la asistencia asidua a la tribuna azulgrana, abarrotada por capitalinos de oficios variopintos, le permitía adquirir una familiaridad paulatina con las costumbres, el lenguaje y las formas del ser más chilango, una suerte de curso intensivo de mexicanidad que le hacía posible comprender la equivalencia entre el conocido saludo desde su infancia valenciana: “Qué tal, señor”, y el recién aprendido “Quiubole, Manito”.
No es difícil imaginar que después de una tarde de domingo entre atlantistas de cuna y tacos placeros, el nuevo converso corriera presuroso a ensayar frente al espejo las expresiones y los gestos de sus vecinos de asiento, con el objeto de que las lecciones recibidas en el graderío le permitieran camuflar su nacionalidad y así poder encontrar empleo y mejores condiciones de vida en un país en el que campeaba un rancio antiespañolismo, alimentado por rencores postcoloniales y por una enseñanza maniquea de la historia que terminaban por erigir “una frontera psicológica y social (…) que pervive como un resquemor del movimiento de Independencia”.
Los avatares del mundo se encargarían de frustrarle la posibilidad de un regreso digno y seguro a su país de origen. Paulatinamente se desvaneció —hasta extinguirse totalmente después de la Segunda Guerra Mundial— la expectativa de que la falta de reconocimiento de la comunidad internacional hiciera caer al régimen de Francisco Franco. Quizá el saberse exiliado por tiempo indefinido —que se convertiría en vitalicio por convicción personal— lo fue llevando a asirse con más fuerza no sólo al trabajo cotidiano que le dio el sustento para poder formar una familia en México, sino también a su afición atlantista, que representaba un asidero de identificación con el país y con la ciudad donde habría de echar raíces.
Atestigua la entronización del Atlante como el equipo más popular de México gracias a los triunfos obtenidos en los años que marcaron la transición del amateurismo al futbol profesional en nuestro país: campeón de Liga Mayor 1940-1941, campeón de Copa y campeón de campeones 1941-1942, así como campeón de Liga 1946-1947. Inclusive en 1944 se filma la película Los hijos de Don Venancio, en la que se ve al goleador azulgrana Horacio Casarín alternar con el actor Joaquín Pardavé.
En 1966, a pesar de que su economía apenas se lo permitía, se hace de 2 de las 9,819 plateas del recién inaugurado Estadio Azteca para seguir, domingo a domingo, la marcha de los azulgranas y, por supuesto, la de la selección mexicana en sus juegos como local.
En las décadas posteriores el éxito no acompaña a sus Potros de Hierro. Descienden de categoría a mediados de los setenta, a finales de los ochenta y a principios de los dos mil, mientras que sólo cosechan un par de títulos de Primera División en el umbral de los noventa y en 2007. No por ello decide sumarse al furor por los equipos de época, al contrario, da prueba de su estoicismo futbolero y se mantiene fiel a los azulgranas, que son para él, más que un timbre de orgullo deportivo, una forma de recordar aquellos fogones primigenios en que se gestaban y se alimentaban recíprocamente, a pesar de “la herida sagrada del destierro”, una nueva afición y una nueva vida inexorablemente imbricadas.
Sólo él supo en qué medida esa sencilla e inveterada simpatía por el Atlante le ayudó a poder convertir la “noche insomne del exilio” en lo que él mismo calificó como “un nuevo amanecer” en tierra mexicana.
Murió en 2008, justo un año después del más reciente título azulgrana y de la que —por el bien del futbol nacional y de miles de aficionados como los que antier se dieron cita en la esquina de Valladolid y Durango para celebrar el centenario— ojalá haya sido su penúltima mudanza, pues el equipo debería regresar al Valle de México, de donde nunca debió irse. Quizá él ya no quiso ver al Atlante a 1,600 kilómetros de distancia de sus seguidores, quienes por un capricho del poder político y económico se vieron despojados de su alegría semanal.
El descenso del 13 de abril de 2014 ya no lo vio. Pero a los atlantistas de hoy les toca la encomienda de “rescatar del barro las primeras hilachas de la gloria”, esa gloria que él sí conoció.
No somos pocos los que esperamos que los Potros de Hierro y su afición cumplan una nueva promesa de volver a la Primera, tal como reza su cumbianchero himno interpretado por la Sonora Santiesteban: “con los colores azulgrana, con la garra acostumbrada, en la pelea nuevamente”.