Recuerdo cómo olían los días de Clásico. A las ocho de la mañana uno podía llegar al bar de la esquina a tomarse un café con leche, un pincho de tortilla y un jugo de naranja, y lo primero que olfateaba era el café del viejo de junto leyendo Marca y comentando la alineación del Real Madrid con el mesero. Si levantabas la mirada y girabas la cabeza al otro lado, te encontrabas al joven trabajador ojeando el periódico As mientras agudizaba el oído para intervenir en la conversación que había iniciado del otro lado del bar. Salías a la calle y dependiendo si el Madrid vivía un buen momento en la Liga o no, percibías un nerviosismo sistemático por el partido de la noche. Algunos podrían decir que cómo se distinguía ese nerviosismo producto del Clásico o de cualquier eventualidad cotidiana, pero no había duda, la camiseta lo decía todo.
En el metro pasaba lo mismo. Abundaban las camisetas blancas, aunque siempre había el adolescente de turno que había entendido la belleza del futbol con Guardiola a finales de la primera década del siglo XXI, o el inmigrante que, aún manteniendo su política de desintegración social, llevaba puesta la del Barça en un síntoma inequívoco de que no sentía arraigo por Madrid. Como fuera, esos días de Clásicos enrarecían el ambiente. Los quioscos tenían pilas de periódicos deportivos. Las conversaciones y discusiones se daban en la caja del supermercado, en el transporte público, en el taxi, en la banqueta, en la radio, en la televisión, incluso en las redacciones de los periódicos, porque aunque los periodistas debían ser objetivos, la camiseta ganaba.
Eran días de mucho sentimiento. No había tema más importante que el Clásico. Recuerdo aquellos días porque en el continente americano comienza a ser parecido. En México, por ejemplo, muchos aficionados al futbol prefieren discutir sobre si todavía tienen aval las cinco copas de Europa que ganó el Real Madrid hace algunas décadas o si el Barcelona era de Franco, en lugar de discernir sobre si el las Chivas son el “campeonísimo” o es el América. Y prefieren discutir sobre eso porque se han convertido en aficionados globales que han encontrado en esos dos equipos en particular, pero en la Champions en general, la belleza máxima del balompié.
En días de Clásico como hoy se ven más playeras del Barcelona y del Real Madrid por la calle, en el metro, en los centros comerciales, e incluso en las redes sociales. Estoy seguro que en Colombia llevan la camisa blanca con el nombre de James en la espalda. Y en Chile apuestan por Bravo. Y en Argentina sueñan con los goles de Messi y con un túnel de él a Cristiano Ronaldo. Algunos podrían decir que es normal por la nacionalidad de sus figuras. Diría que no. Que también es porque esos dos equipos expresan el futbol como si fuera arte. Porque hay que aceptarlo, los consumidores latinos ya no se conforman con las ligas locales, ni tampoco se trata de un sentido de pertenencia nacionalista, sino que el Real Madrid y el Barcelona han roto fronteras y conquistado corazones y sentimientos.
Un profesor de la maestría decía, hace al menos una década, que había algo así como 400 mil notas del Real Madrid al día. No me imagino por cuánto se habrán multiplicado esa cifra, pero lo cierto es que el aficionado latino empieza a sentir el Clásico español como suyo. Lo siente y lo huele como propio. Habla de él con esa claridad con la que los viejos y jóvenes discuten desde las ocho de la mañana en las barras de los bares de España. Se expresan con una naturalidad casi hispana. Hay bares y restaurantes para madridistas y culés. Los medios digitales latinos llevan una semana preparando contenido para calentar el Clásico. Las informaciones sobre las posibles alineaciones no dejan dormir a los colombianos, pero tampoco a los chilenos, argentinos, ticos, mexicanos, ecuatorianos, y demás. Los latinos ya son culés o merengues antes que aficionados nacionalistas. Poco falta para que ese nerviosismo sistemático que se respira en el ambiente madrileño -y seguro barcelonés- también se perciba en cada rincón latino en días de Clásico español.