Por: Farid Barquet Climent
Cuando México queda eliminado del Mundial —cosa que desde hace veinte años ocurre invariablemente en octavos de final— éste pierde para mí su ingrediente pasional, deja de ser fuente de tensión durante los partidos, de euforias que duran más de 90 minutos y de frustraciones y lamentos que se prolongan por días, semanas…
El hecho de que México sea eliminado con relativa prontitud cada cuatro años, no me impide seguir gozando del gran espectáculo que el Mundial suele ser —el que hoy termina lo ha sido—, me asombro ante lo que ocurre en el rectángulo de pasto, admiro la plasticidad que el jugo nos regala y en ocasiones me sumo, sin incurrir en oportunismos ni en adhesiones forzadas y mentirosas, al entusiasmo por el avance de alguna selección.
Tan no lo hago por oportunismo, que en este Mundial me decanté por Colombia ante Brasil. Y si hoy lo hago abiertamente por Argentina en el partido final, no es sólo por cumplir la máxima de José Woldenberg según la cual “la única manera de gozar —y sufrir— un Mundial es tomando partido por un equipo”[1], sino porque su historial futbolístico me inspira respeto; he sido testigo de cómo la forma de vida de los argentinos dentro o fuera de su país está imbricada las más de las veces con el gusto por el futbol; sus dos futbolistas más representativos pertenecen al patrimonio universal de este deporte y su pueblo añora como pocas cosas que se reedite la gloria mundialista fuera de sus fronteras como en 1986.
Al escritor español Javier Marías le parecen francas poses que ni siquiera aspiran al desagravio que dicen intentar, las actitudes de algunos dignatarios consistentes en ofrecer perdón por acciones u omisiones que no fueron responsabilidad de ellos en lo individual, ni siquiera de gente de su generación, sino de quienes les precedieron hace siglos en los cargos o puestos que ocupan. Así, por ejemplo —dice Marías— “la Iglesia Católica, tan poco dada, se descuelga de tarde en tarde con algún mea culpa absurdo, como haber condenado a Galileo en su día”[2].
Tiene razón Marías: uno no es responsable más que de sus propios actos. Sin embargo, y quizá precisamente porque uno a veces no hace caso de los absurdos que Marías ayuda a evidenciar sino que se deja llevar por la moda de andar haciendo desagravios que no son tales, mi apoyo a Argentina esta tarde es mi manera de saldar una especie de deuda —sin que nadie me haya exhibido un pagaré que obligue a su cumplimiento— generada —si es que es tal— hace más de un cuarto de siglo por gente que ni conocí: me refiero a los aficionados mexicanos que el 29 de junio de 1986 en el Estadio Azteca prefirieron alentar a un país que a la mayoría de los mexicanos nos resulta más ajeno como Alemania —cuya selección había eliminado a México de aquel certamen— que a otra nación latinoamericana como Argentina. Así lo recuerda Diego Armando Maradona: “si hasta los mexicanos se nos volvieron en contra, gritaron los goles de los alemanes”. ¿Latinoamericanismo? Latinoamericanismo las pelotas, los latinoamericanos éramos visitantes, ahí, en el Azteca justamente!”[3].
Otra vez tiene razón Marías: no tiene sentido darse golpes de pecho por lo que uno no hizo. Por eso, el escritor madrileño avecindado en Chamberí dice “no tener empacho en responder a sus ocasionales reprochadores: “Oiga, ¿y a mí qué me cuenta? Las quejas a quien corresponda, allí en el Juicio Final”[4]. En cambio yo, las quejas de Maradona, aunque no me sean imputables, sí intentaré saldarlas 28 años después el día de hoy, no en el Juicio pero sí en la Final.
[1] Woldenberg, José, “México, campeón mundial”, Reforma, 5 de junio de 2014, p. 10.
[2] Marías, Javier, “Deudas insaldables”, El País Semanal, 23 de enero de 2005.
[3] Maradona, Diego Armando, Yo soy el Diego, Planeta, México, 2000, p. 111.
[4] Marías, “Deudas insaldables”, op. cit.