Por: Farid Barquet Climent
A Lorena Abrahamsohn
Coincido con Antonio Rosique en que los partidos Argentina-Nigeria se han convertido en un clásico.
Ambas selecciones protagonizaron el partido por la medalla de oro en la Olimpiada de Atlanta 1996, con victoria para los africanos entonces comandados por una brillante espiga de ébano: Nwankwo Kanu.
Pero dos años antes, en el Mundial USA’94, se enfrentaron en el que fue el último partido de Diego Armando Maradona en Copas del Mundo. Aquel encuentro arrojó varias instantáneas memorables: la del goleador nigeriano Rashid Yekini, orando atenazando a la red tras anotar el gol que puso en ventaja a su equipo, o el grito de Claudio Caniggia “¡Diego! ¡Diego!”, para que el 10, con un madruguete, enviara el balón a su socio de la melena rubia que terminó por incrustarlo en el ángulo con un derechazo que recorrió una comba indescriptible.
Sin embargo, lo que más se recuerda de aquel día en Boston es una imagen icónica del derrumbe del gran ídolo: el barrilete cósmico siendo conducido por una voluntaria con aspecto de institutriz frígida, rumbo al análisis antidoping cuyo desenlace es por todos conocido.
El Argentina-Nigeria (3-2) de hoy no hizo justicia al lugar en que se disputó: Puerto Alegre. El partido estuvo muy lejos de merecer el calificativo de la ciudad. Mientras el equipo de Sabella no termina de articularse en orden a una idea colectiva, carece de explosividad en los últimos veinticinco metros, se desajusta con facilidad a la defensiva y depende exclusivamente de la genialidad de Lionel Messi, el repertorio ofensivo de los africanos —que sí requerían un resultado favorable para lograr la calificación a octavos de final— se agota en las paredes previsibles y anodinas que esporádicamente hilvanan Emunike y Musa, aunque a este último no se le debe escatimar el mérito no sólo de marcar los dos tantos de su escuadra sino el mejor gol de la tarde.
El Comité Organizador del Brasil’2014 programó que la selección albiceleste jugara hoy en Puerto Alegre. Sin embargo —y pesar de su récord perfecto de tres victorias—el barco argentino alcanzará a entrever el auténtico puerto alegre de la gloria mundialista sólo si al virtuosismo con que su capitán maneja el timón, le suma el potente motor que el nombre de cada uno de sus tripulantes promete pero ha estado ausente.