Por: Santiago Cordera
Miguel Herrera tiene algo que cautiva, un no sé qué que contagia, una forma de ser que conecta, un carisma que entusiasma, una mirada que da seguridad.
Cada vez que México marca un gol, Miguel recibe una descarga eléctrica que entra por sus pies y sale por su boca. Inclina la nuca hacia el suelo y clava su mirada en el cielo, agita sus brazos cerrando sus puños, sus arrugas, que ya no son pocas, se pronuncian con más fuerza en su cara, luego abre la boca y deja salir un profundo grito que lleva mil palabras. El pelo se le alborota y su barriga es lo más parecido a una marejada. Brinca, se enfunda en un abrazo con el más cercano. Es tanta su emoción que incluso su cara se desfigura como si asomara la cabeza por la ventana de un avión.
Este lunes Miguel Herrera tuvo lo más cercano a un orgasmo futbolero. Cuando Paul Aguilar corrió desenfrenado hacia la banca para festejar el segundo gol de México con él y lo abrazó hasta llevarlo al suelo, el Piojo, en éxtasis, le dio la vuelta y terminó arriba de su jugador. Lo abrazó como si no hubiera mañana, sin ningún pudor, cegado por la felicidad, porque la sensación que produce un gol es tan grande, que ni el literato más apasionado a la redonda ha sido capaz de ofrecernos una definición de diccionario.
Miguel es la expresión máxima del gol. Normalmente, el corazón late entre 60 y 100 veces por minuto, ¿cuántas veces laterá el de Herrera cuando México anota?, quién sabe, pero si me dicen que más de doscientas me lo creo. Sus formas me hacen pensar que en ese preciso instante todo a su alrededor se detiene, sus oídos no registran decibeles, Miguel entra en su mundo, la vista se le nubla por momentos, la descarga de energía es tan alta que un día el estadio en el que se encuentre se quedará sin luz.
Herrera cautiva y contagia, contagia a sus jugadores de entusiasmo y cautiva a la gente con sus gestos apasionados. Es un futbolista con traje y corbata. Nunca ha dejado de vivir el futbol como uno más del equipo. No marca diferencias con sus jugadores, por el contrario, me atrevo a decir que ninguno de ellos vive con más pasión este deporte que él.
Miguel Herrera es el personaje en el que Eduardo Galeano, periodista uruguayo, tuvo que haberse inspirado para definir al gol como el orgasmo del futbol. El Piojo delira cuando México anota, como dice Galeano cuando se refiere al sentir de las tribunas al ver a la bala blanca sacudir la red, se olvida de que el estadio es de concreto, se desprende de la tierra y se convierte en un ser extraordinario que encarna la felicidad que produce este deporte en su máxima expresión.
El Piojo es contagioso como una epidemia. Ante una decisión arbitral polémica en su contra, se enoja, el cámara sabe que se avecina el gesto y lo encuadra, leemos con una facilidad sus labios, percibimos que insulta al árbitro como seguramente insulta al taxista que se pasó el semáforo a dos cuadras de su casa, primero reímos, luego lo imitamos y pronunciamos sus insultos al árbitro, entonces interiorizamos su enojo y, sin importar si tiene o no razón, se la damos.
Miguel cautiva. Nos recuerda que esto es un juego, un espectáculo en toda regla, que la sangre que corre por nuestros cuerpos siempre está caliente para transitar a gran velocidad por nuestras venas. No sólo nos cautiva, nos contagia, como contagia y cautiva a sus jugadores, esos a los que no creíamos hace algunas semanas capaces de conseguir el pase a octavos de final, esos a los que veíamos como engranes de una máquina y no como turbinas de un avión.
No imagino a Miguel diciendo una mentira. Siempre dice lo que piensa y piensa lo que dice. Mide sus palabras, pero no cambia su discurso. No sabe mentir. No sabe disimular. Si está fúrico se nota. Si está feliz también. Es el hombre sin miedo. Nunca denota inferioridad, aún sintiéndola. Contagia. Convence. Persuade.