Por: Dante García
Antonio Valencia es un bólido cuando acelera por la banda derecha; no posee un motor estruendoso ni neumáticos de alta tecnología, pero sus condiciones físicas le han ganado el mote de ‘Correcaminos’. En el vestidor, el capitán ecuatoriano arropa a sus compañeros con el mismo calor que, durante la infancia, cobijó a sus cinco hermanos.
Creció en el este de Ecuador, en una comunidad cercana a la selva tropical; el futbol lo llevó a la glamorosa ciudad de Manchester, pero en cada receso liguero, Valencia compra un boleto con dirección a su tierra natal. En 2014 sus vacaciones fueron reemplazadas por el torneo de naciones más importante del globo terráqueo, reto para el que Antonio se perfila como líder de la ‘tricolor’.
A sus 28 años, más que un tren, es un monoplaza. Cuando salta a la cancha el césped se convierte en asfalto y el campo en un circuito donde Valencia siempre gana. Las carreras hasta línea de fondo son su especialidad; el combustible es el impetuoso deseo de salir adelante. Lleva el suficiente aire en los pulmones como para recorrer la banda derecha durante 90 minutos más tiempo añadido.
Fue reconocido por la FIFA como el futbolista más rápido en el planeta entero. Su aceleración le permite estar por encima de Gareth Bale, Cristiano Ronaldo, y Aaron Lennon. El de Nueva Loja es un relámpago que transita la cancha con porte de maratonista, pero al ritmo que dicta el atletismo. La velocidad promedio de Antonio Valencia es de 35.1 Kilómetros por hora, una cifra importante tomando en cuenta que Usain Bolt recorre la pista a unos 37.6 KM/H.
Cuando niño, ‘Toño’ recorría las calles de Lago Agrio, su localidad, en busca de botellas de plástico o vidrio vacías. Junto a Éder, su hermano mayor, transportaba la colecta a un depósito donde intercambiaba los envases por algunas monedas. El ahorro por concepto de la venta servía para hacerse de un par de tachones a los que pondría en acción cada fin de semana.
El hogar del ídolo ecuatoriano constaba de un piso y su estructura era principalmente de madera; a un costado se hallaba el estadio Carlos Vernaza, uno de los recuerdos más preciados del hombre que labró una carrera sobre lodo y piedra, superficie recurrente de un campo al que acudían a todas horas los religiosos del balón.
Su desarrollo en el balompié fue tan apresurado como su paso; a los 20 años ya se encontraba en el viejo continente, lejos de su familia, viviendo el sueño de aquel joven que comerciaba con lo que para otros era basura. En 2010 sufrió una lesión que lo alejó del campo durante seis meses, pero el mismo deseo de superación lo llevó a la pronta recuperación. Cuatro años después, el relámpago de Nueva Loja se alista para el banderazo de salida en Brasilia; correrá a toda marcha con una sola meta: hacer historia.