Por: Roberto Quintanar
En julio de 1969, el balón se convirtió en el peor de los pretextos para terminar de resquebrajar las de por sí malas relaciones entre dos pequeños países centroamericanos, Honduras y El Salvador. La tensión derivada de una reforma agraria que afectaba a los campesinos salvadoreños que habían emigrado a suelo catracho en busca de tierras aptas para el trabajo (cosa que no podían hacer en su patria a causa de la política de los terratenientes imperantes en su país) se catapultó a la estratósfera cuando las selecciones de ambos equipos se enfrentaron en la eliminatoria rumbo a México 1970 en una serie a tres partidos.
El ambiente tras el segundo duelo fue funesto: aficionados cuscatlecos persiguieron a los jugadores visitantes hasta la frontera y los hinchas hondureños salieron a saquear negocios y casas de los habitantes salvadoreños. No pasó mucho para que estos incidentes fuesen la gota que derramó el vaso y se desatara una irracional guerra que costó seis mil vidas, choque bélico que el periodista polaco Ryszard Kapuscinski bautizó con elocuencia como La Guerra del Futbol.
El siglo XXI nos presenta un escenario muy distante a la de aquellos tiempos. El futbol, más que pretexto, es ya un arma geopolítica en prácticamente todos los rincones del planeta. Estados Unidos, país que hasta hace pocas décadas no prestaba atención alguna al balompié, marca hoy su territorio con fiereza en este rubro, una época en que las relaciones entre el vecino del norte y Rusia (nación con la que se ha enfrentado por las zonas de influencia política y económica desde los tiempos de la hoy extinta Unión Soviética) se encuentran al rojo vivo.
Ya no es el caso de la intervención rusa en Ucrania, movimiento militar que mantuvo al mundo en vilo durante varios meses. Se trata de la actuación del FBI en contra de funcionarios de la Federación Internacional de Futbol Asociación, FIFA. Mientras la agencia estadounidense realiza pesquisas y encuentra responsables de los actos de corrupción en el organismo rector del balompié mundial, Rusia encuentra amenazada la organización de su Copa del Mundo en 2018, golpe que posiblemente debilitaría su posición en la región euroasiática y significaría un revés para su economía debido a la gran inversión que ha hecho en la organización del evento.
No es de extrañarse entonces el manotazo en la mesa que han dado las autoridades rusas. El Ministro de Relaciones Exteriores, Serguéi Lavrov, exigió a Washington dejar de hacer justicia más allá de sus fronteras: “Sin entrar en detalles sobre las acusaciones, esto es claramente un caso de uso ilegal de la ley extraterritorial de Estados Unidos”.
Se trata, sin dudas, de un iracundo llamado a la Casa Blanca para detener su intervención en el espacio hegemónico ruso a través del futbol, un espacio que fue reconstruido por Vladimir Putin en más de una década luego del colapso de la URSS en 1991, una posición que habían perdido, un dominio territorial y económico existente desde la era del zar ruso Alexis I y cuyos cimientos quedaron despedazados hasta la reingeniería encabezada por Putin a partir del primer año de esta centuria.
La nueva Guerra del Futbol no se desata entre dos modestos países utilizando armamento obsoleto en el campo de batalla. So pretexto de la legalidad, el balompié podría ser nuevamente rehén de un conflicto geopolítico que ha renacido en los últimos años con una fuerza que no se observaba desde la Guerra Fría.