Antes de recibir gira ese largo cuello, afila la nariz, aletea con las orejas y planea sobre los espacios libres del campo. Toca la pelota con los cinco sentidos. Tiene gusto, tacto, una mirada sensible del juego y al mismo tiempo, segura. Encuentra lugares del partido a los que otros llaman huecos.
La figura de Héctor Herrera huye de la polémica rinconera. No alcanza al aficionado de esquina, que le concede como única razón para seguirlo en el Porto, ser compatriota. No levanta pasiones ni produce fenómeno fan. Su futbol es más profundo que un acercamiento superficial al espectáculo. Imperceptible a gran escala, silencioso, es el tipo de jugador mejor valorado en los despachos técnicos, donde lo único que genera unanimidad es el juego.
Herrera ocupa una de las posiciones más reputadas de Europa: es el mediocentro del Porto. Un equipo con suficiente talante para llamar la atención entre los grandes. La de mediocentro más que una posición, es una profesión. Lo que en términos llaneros entendemos como oficio.
La cátedra de Pirlo en la Juventus, el sacrifico de Gerrard por el Liverpool, la institucionalidad de Busquets en el Barça, el apostolado de Alonso en el Bayern, o la necesaria evolución de Kroos en el Madrid, confirman la influencia que los grandes clásicos conceden al mediocentro. Son los peritos del futbol. Trascendentales en el andamiaje de campeonatos, intervencionistas en el futuro de un equipo. Irremplazable en selección nacional, la nueva versión del Porto con Julen Lopetegui, encontró en Herrera ese punto de madurez post Mundial para darle las llaves que abren y cierran do Dragao. No se trata un futbolista cualquiera, estamos sobre el eje del fútbol mexicano para los próximos diez años, nuestro cigüeñal.