Por: Roberto Quintanar
Hace casi tres décadas, las heridas históricas entre holandeses y alemanes eran todavía muy frescas, especialmente del lado de los Países Bajos.
El resentimiento emanado de la Segunda Guerra Mundial, conflicto en el que la Alemania Nazi invadió y sembró el terror en casi toda Europa, se palpaba más allá de la memoria. Una generación entera de holandeses que había vivido o sufrido las consecuencias directas de aquel aciago evento había heredado a los más jóvenes aquel desprecio hacia los alemanes.
Este odio se ponía de manifiesto especialmente en los encuentros de futbol, teniendo a los jugadores como los principales protagonistas de épicas batallas que casi siempre terminaban con la temperatura muy elevada.
Lo cierto es que el balompié no había dado un suficiente desahogo a los tulipanes. La final del Mundial 1974, que en el papel era el escenario ideal para una revancha holandesa, terminó con una victoria para la Mannschaft de Gerd Müller, Franz Beckenbauer, Sepp Maier y compañía. La Naranja Mecánica de Cruyff, favorita para llevarse el título en la mismísima ciudad de Múnich, terminó doblando las manos ante sus rivales.
El estado mental de los holandeses no fue el idóneo en aquella oportunidad. Sus pensamientos estaban más centrados en dar un paseo a sus rivales antes que en vencerles. “No me importaba por cuánto ganáramos mientras les humillásemos”, confesaría después del duelo el centrocampista Willem van Hanegem. “Los alemanes mataron a mi padre y mis hermanos (durante la guerra). Los odio”.
La derrota en esa final hizo más grande el resentimiento holandés contra sus rivales, que se acumuló por largos 14 años.
El momento de la venganza llegó el 21 de junio de 1988, cuando ambos cuadros se enfrentaron en las semifinales de la Eurocopa celebrada en Alemania.
El estadio de Hamburgo era un hervidero esa noche, y este estado de ánimo se transmitió inmediatamente a la cancha. A pesar del buen futbol desplegado por los contendientes, las acciones ríspidas pronto se convirtieron en las protagonistas de la noche, especialmente entre el atacante germano Rudi Völler y los defensas de Holanda.
Iniciando el segundo tiempo, parecía que los alemanes hundirían otra vez a los tulipanes. Lothar Matthäus abrió el marcador desde el manchón penal para delirio del público local.
Sin embargo, los hombres de Rinus Michels dieron una exhibición de coraje y valentía. A falta de 15 minutos para el final, Ronald Koeman igualó el partido. El golpe psicológico hizo crecer a Holanda hasta niveles insospechados.
A partir de ese momento, los alemanes se vieron abrumados por la superioridad de su rival, y al minuto 88, Marco van Basten finiquitó el encuentro rematando con una espectacular barrida que hizo inútil la estirada del guardameta Eike Immel.
El siblatazo final hizo estallar la euforia en todos los Países Bajos. Aproximadamente el 60% de la población se lanzó a las calles para festejar el triunfo sobre el odiado rival.
A pesar de lo complicado y físico que había sido el encuentro, los gestos de deportivismo parecieron predominar entre los jugadores, algunos de los que intercambiaron camisetas.
No fue así para Koeman, quien en medio de la euforia tomó el jersey alemán que había intercambiado con Olaf Thon y se frotó el trasero con éste, simulando limpiarse el culo después de haber ido al sanitario.
La acción fue aplaudida por la hinchada holandesa pero reprobada por varios de sus compañeros y la prensa, por lo que el defensa debió disculparse días después por haber perdido los papeles de esa forma.
Sea como fuere, la bochornosa escena selló la enorme rivalidad entre ambos equipos (y países), que volverían a chocar en el Mundial de Italia 1990 en otro duelo accidentado y violento.