Por Mauricio Cabrera (Enviado Especial)

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Mientras Götze jugaba de Cristobal Colón y Schweinsteiger se vestía de Robocop, Messi volvía a ser humano. La del Maracaná fue la victoria de la máquina sobre el hombre. Ahí donde Alemania se mantenía engranado pese a los desperfectos de última hora por la lesión de Khedira, Argentina fallecía de las piernas del pequeño futbolista que no pudo con el mundo que se le había venido encima. El solista que realizó el último de los disparos en el último de los segundos anhelaba huir, alejarse de la pelota y de la obligación de ser Maradona llamándose Lionel. Quería abdicar antes de la única canonización que le faltaba, tirar la toalla como el Rey Juan Carlos o como Benedicto XVI, que hoy celebra a costa del Papa Francisco. Y lo hizo aunque la FIFA lo exigiera de regreso para obsequiarle el Balón de Oro.

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El laboratorio germano tuvo que abrirse a la improvisación. A Löw le reventó la bomba con el tiempo encima. Khedira lesionado en el calentamiento. Entró Kramer. Y Alemania no fue el mismo. Tenía la pelota. Insistía siempre cargado a la banda de Lahm. La posesión era suya, pero el peligro se daba con los galopes de Higuaín, que perdonó cada que pudo, y concretó sólo cuando estaba en posición adelantada. Pipita, como todo argentino en el Maracaná, en Copacabana, y en Buenos Aires había terminado por creerse que o era Messi o no los salvaba nadie. Kroos, errático como nunca, y Hoewedes, tratado como trapo por la velocidad argentina, agradecieron que el rival dependiera del caudillo.

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Alemania encontró el arco a partir de la variedad. Cuando por fin se atrevió a buscar por la derecha, Klose mandó centro que Schürrle, segundo emergente después de que a Kramer el hombro de Garay se le cruzara como poste, cerca estuvo de capitalizar. Vinieron entonces minutos de cierta lucidez teutona. Aunque la sensación del partido era siempre la misma. La pelota hablaba alemán; el peligro sabía a churrasco. Todos querían ganar, nadie entendía cómo.

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El complemento respetó su categoría de final de Copa del Mundo. Cuando el trofeo aguarda en la tribuna, los genios pierden la visión y los artistas se vuelven rutinarios. Kroos intentaba y no podía. Tan mal estaba la mira del francotirador que su trazo más preciso había ido a dar a las piernas del Pipita. Müller la estrellaba en el poste. Argentina pedía la hora, aunque seguía, como desde hace cuatro años, confiando en que Messi apareciera para darles la Copa. Rizzoli, prospecto de Codesal en caso de derrota argentina desde que declarara inocente a Neuer por osado encontronazo ante Higuaín, dictaminó la prórroga entre una Argentina que se sentía más capaz que nunca, una Alemania de cabeza fría y un Brasil que empezaba a hacerse a la idea de que el supuesto padre che le festejaría en la cara.


Ambos rehuyeron la posibilidad de los penales. Aunque Argentina cargaba en las piernas con el novelístico triunfo desde el manchón ante Holanda, sus futbolistas seguían empeñados en sorprender como velocistas. Palacio, visto desde la banca como una solución al cansancio de Messi y a los estériles esfuerzos de Agüero, se encontró solo ante Neuer. Había que bombearla. Darle un sutil toquecito para bañarla de gloria. Rodrigo se achicó. Superó en altura al imponente arquero de hielo, pero la redonda acabó en saque de meta.


El partido se volvió pelea callejera. A Schweinsteiger no lo detenía ni un mar de sangre. A Agüero el árbitro lo perdonaba porque para entonces había jubilado las tarjetas. Romero ya se imaginaba de Goycochea en plena final de Copa del Mundo. En esa multitud de escenarios y circunstancias, Schürrle aceptó ser el genio y Götze el artista. Mario recibió de pecho, se acomodó en la meta del Chiquito y la mandó guardar. Si Alemania era una versión refinada del Tiki Taka, Götze jugó de Iniesta cuatro minutos antes de que lo hiciera Andrés en Sudáfrica.


Argentina tuvo una última bocanada. Si Messi pretendía erigirse en D10S debía hacerlo de media distancia y ante el mejor portero del Mundial. Sus compañeros ni siquiera osaron acercarse a la pelota. Confiaban tanto en él que lo dejaron más solo e indefenso que nunca. Por un momento Lionel hubiera querido ser uno más. 

Enseguida el mundo recibió el mensaje que había intentando mandar desde hacía tiempo. No haría el milagro, no se convertiría en Diego Armando. Ni soberano ni deidad. Neuer acompañó el viaje de la pelota levantando las manos. Messi había renunciado. Palacio, Agüero e Higuaín lamentaron demasiado tarde no haberse atrevido a ser héroes por haberse hecho a la idea de que la inmortalidad tenía acta de nacimiento. Argentina prefirió morir entregado a uno que encomendándose a la posibilidad de encontrar un nuevo elegido entre aquellos que vestían la albiceleste.


A Argentina le estalló en la cara la única similitud que no le convenía. De ese mundo de cábalas y comparaciones que tanto le gusta, la única que se hizo carne fue la del perdedor que viste el uniforme alternativo. Como en 1990, la teñida albiceleste se ha vuelto a quedar con el subcampeonato. No hay Codesal al cual culpar, aunque un furibundo periodista en el Media Centre calificara a Neuer como hijo de Goebbels y Olé señale que el árbitro les ha robado un penal a favor. Ni siquiera la del título cada veinticuatro años le queda, esa es de Alemania, como la cartera que Maradona presumió hurtar a los ingleses en el 86.


Al final, triunfó el legado sobre la moda. Argentina se fue construyendo en la Copa del Mundo hasta encontrar su mejor versión. Alemania, en cambio, representó desde el primer partido la sustancia de un cóctel que adaptó las enseñanzas de la mejor España, las enriqueció con los paradigmas mentales que sus jugadores traen desde la cuna y las endulzó con la alegría que Brasil ha extraviado. Un himno a la globalización del juego. El triunfo argentino hubiera tenido nombre y apellido, una patente de egoísmo en una industria de por sí demasiado obsesionada con el individuo antes que con el equipo. Alemania es para aprenderle; Argentina, sólo hubiera sido para aplaudirle.


Alemania, vía Götze, descubrió América. Lo que seguirá pendiente es que Messi descubra Argentina. Quizás para el 2018, a sus 31 años, hayamos entendido que Lionel no quiere ser Maradona y que el héroe en una final puede ser cualquiera.  Pierde Argentina, aunque para muchos no sea en realidad más que la derrota de la Pulga. Gana Alemania, donde sí que ganan todos. La serenidad y los mocos de Low, el cuerpo indomable de Schweinsteiger, la humilde eternidad de Klose, el cerebro de acero de Neuer, el liderazgo de Khedira, la estrella de Kroos y el valor del equipo, tan puesto en duda a partir de la devoción a Lionel. La del Maracaná fue la victoria de la máquina sobre el hombre. 

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