Por: Santiago Cordera
Recuerdo ese día perfectamente. Era sábado. Estaba sentado frente a la televisión. No encontraba algo que satisficiera mi aburrimiento. Zapping con la mano derecha y un tarro de cerveza en la izquierda. Hacía poco que Julio Médem había estrenado Los amantes del Círculo Polar. De pronto, entre canal y canal me encontré con una película, Jerry Maguire, una cinta que mezclaba el drama con la comedia protagonizada por un joven Tom Cruise. El actor estadounidense interpretaba a un agente que trabajaba para una agencia que se enfocaba a la promoción de deportistas. Su vida olía a felicidad hasta el día en que se da cuenta que las personas son más importantes que el dinero, entonces es despedido y tiene que empezar de cero. Empieza con la representación de un jugador de futbol americano de segunda clase que le exige obtener un buen contrato. La relación entre agente y futbolista no era fácil. El primero le exigía que demostrara en el campo razones para conseguirle ese contrato lucrativo y el segundo le recriminaba falta de esfuerzo. El caso es que después de un buen partido de Rod (el futbolista), Jerry (Tom Cruise) alcanza su objetivo. Con el paso del tiempo, entre peleas y diferencias, agente y futbolista se abrazan enfrente de la industria demostrando que detrás de esa relación laboral también había una enorme amistad, deseo que buscaba Jerry Maguire desde el principio.
Me viene a la memoria ese recuerdo porque este martes leí un reportaje sobre la vida de Jorge Mendes, el afamado agente de futbolistas. Lo titulan “El rey de los fichajes”. El comienzo de Mendes en los negocios fue como el de Quentin Tarantino, en un modesto videoclub. Rentaba películas para cubrir sus necesidades. Lo vendió el día que previno la muerte del VHS. Era momento de dejar el cine y regentar una discoteca que, tiempo después, también dejaría antes de que la crisis le pasara factura a la barra del antro. Fue un futbolista frustrado, mediocre, pero esa frustración la compensó al decidir ser el mejor agente de futbolistas. Para ganarse unos cuantos centavos aceptó un mísero sueldo en el Lanheses (club portugués en el que jugó) haciéndose cargo de conseguir publicidad para las vallas que cercaban el campo de juego. Golpe de astucia. Ahí conoció al que se convertiría en su primer representado, un portero prometedor, Nuno. Con el tiempo se harían amigos inseparables y Mendes se encargaría de gestionar su futuro.
De la noche a la mañana Nuno se convertiría en uno de los porteros de aquel Superdepor que dirigía Lendorio y en el que jugaban Bebeto, Donato, Manjarín, Djalminha, entre otros. A partir de ahí su crecimiento fue exponencial. Se fue rodeando de clientes. Comenzó a ser conocido en el medio. Ofrecía lealtad y transmitía honestidad. Mendes tenía encanto, el encanto de un vendedor. Trabajaba mucho. Era astuto. Vestía trajes caros y siempre iba bien peinado. Le gustaba ponerse relojes grandes y finos.
Mendes se había convertido en un agente de prestigio. Tenía un sexto sentido y sabía enamorar a los presidentes que debajo del brazo traían los petrodólares. Olía cuando uno de ellos quería sumar puntos ante su afición y le ofrecía un fichaje rimbombante. No importa si el fichaje serviría en el equipo o no, lo importante era llenarle el ojo a lo seguidores de su cliente, “porque los presidentes se enamoran de tipos como él y a veces hacen transacciones innecesarias”, reza el texto publicado en el magazine de Grupo Expansión en España “Fuera de Serie”.
Hoy en día, esa estructura que creó el propio Mendes en 1996 ha movido casi 700 millones de euros, según la misma revista. Está arropado de 40 trabajadores y dos hombres de su plena confianza, aunque él es quien lleva el peso de todas sus operaciones. Por cada fichaje se estima que se queda entre el 5% y el 10% de comisión. Su estrategia radica en comprar barato, tener un ojo clínico en Sudamérica para detectar talento, foguear futbolistas y venderlos en su máximo pico de rendimiento a precio de diamante. En un día cualquiera puede desayunar en Nueva York con el dueño de los Red Bulls, cenar en Mónaco con el dueño del club que lleva el mismo nombre, y al día siguiente desayunar con el presidente del Barcelona. Dicen que siempre lleva consigo tres celulares por si alguno se llega a quedar sin pila. Al cliente lo que pida.
“Mueve fichas, cambia cromos, ajusta salarios y renovaciones, organiza galas en Dubai, entrega premios a nivel mundial, da negativas a gente de la lista de Forbes”, señala el reportaje, y hasta se da el lujo de ofrecer una buena suma de millones de euros para comprar el yate de algún rey.
Jorge Mendes es uno de los hombres más poderosos en la industria del futbol. Estoy seguro que no habría llegado hasta ahí si no hubiera seguido parte de la estrategia de Jerry Maguirre. A sus jugadores representados sólo les pide que jueguen bien al futbol, de lo demás él se encarga. Les ofrece seguridad, lealtad, honestidad. No roba, o no al menos de manera discriminada. Cuida su imagen. Protege sus intereses, pero sobre todo la de ellos, futbolistas y entrenadores. Alimenta sus relaciones sociales como si cada una de ellas fuera única. Huye de la prensa, odia las sesiones de fotos. Es un Jerry Maguirre en potencia. Aún se acuerda de Nuno, su primer cliente. Tan se acuerda de él que sin méritos (sólo hizo una temporada buena con el Rio Ave portugués) lo colocó como nuevo entrenador del Valencia cobrando un millón y medio de euros al año, un caché que ya quisieran tener técnicos con más éxitos. Jorge Mendes debe ser encantador, un hombre simpático que en ningún momento debe denotar ambición, por el contrario, debe proyectar amor a su profesión, entusiasmo, incluso debe de hablar con un caramelo en la boca. En una negociación nunca debe abrir la puerta a un arreglo malicioso. Con él los acuerdos deben de ser muy sencillos porque a cambio del dinero les debe ofrece un plan redondo de marketing, publicidad y rendimiento de su inversión. Debe ser un gran escucha porque satisface de manera notable las necesidades de sus clientes. A la fecha no se ha sabido de un escándalo en el que se haya visto involucrado, y hay que mirar si ha realizado transacciones… guarda los secretos de los presidentes como si fueran secretos bancarios. No difama. No revela detalles de sus operaciones. Es discreto por naturaleza. Y no es que Mendes, a través de ese reportaje del que les escribo, me haya conquistado, sino que me ha convencido que su frustración de no ser buen futbolista la encaminó a ser el mejor agente de futbolistas. Y eso tiene mérito.