Por: Dante García
Mario Mandzukic no fue siempre el hombre de 1,87 metros de estatura cubierto de tatuajes y con rostro de pocos amigos. Fue una de las muchas víctimas de la Guerra de Yugoslavia. El ensordecedor rugido de las balas le asustaba tanto como a muchos otros. Se escondía debajo de la cama tratando de apaciguar el temor; con el paso de los años forjó un carácter de piedra y la rebeldía se apoderó de él. Los primeros años de vida no fueron los más apacibles para un hombre que, irónicamente, hoy es un ‘killer’ del área.
Es un roble, y no porque su movilidad sea nula, sino por la fortaleza que ostenta en cada una de las piernas y el torso tan ancho como un ropero. Cubre el balón como si en ello se le fuera la vida, y en medida de lo posible, se da la vuelta para disparar a puerta. Cuando va por arriba es un gigante casi invencible. Su remate de cabeza es certero, y las celebraciones casi siempre una explosión de furia contenida por años.
Frente al micrófono parece siempre huraño; responde a lo solicitado y poco más. Por momentos parece un amante de la soledad, pero durante los noventa minutos sabe asociarse con sus compañeros. Es competitivo por naturaleza; no le fue fácil salir adelante, y defiende sus creencias con una seguridad incuestionable. Su natal Slavonski-Brod padeció los estragos que arrastra cualquier guerra; más por las condiciones sociales que por decisión propia, Mario desarrolló nervios de acero: una de sus máximas cualidades sobre el empastado.
Algunos dicen que vive y juega para sí mismo. No es un tipo conectado con la afición, que hasta hace un par de años, no le veía con buenos ojos portando la camiseta a cuadros. Poco a poco ha ganado cariño y fama, pero sus muestras de afecto y la expresión de emociones siguen sin ser su fuerte. Se limita a hacer su trabajo como cualquier otro amante del gol lo haría. Rara vez responde a las provocaciones y casi siempre hace caso omiso a lo que se opine de él.
Su nombre aparece en los rotativos más a causa de la opinión de sus compañeros que la propia. Tras conferencia de prensa los medios hacen eco del “le ha marcado goles a mejores guardametas que Guillermo Ochoa”, aunque quizá Mandzukic nunca lo había pensado. Es un respetuoso del rival porque gusta de ser respetado; no persigue al estrellato ni aunque éste le garantice una millonada. Jupp Heynckes, su antiguo entrenador, le alabó siempre por la disciplina y solidaridad mostrada. La temida infancia le enseñó que el esfuerzo es la vía más fiable rumbo al éxito.
En 1992, con apenas seis años, se trasladó junto a su familia a tierra germana; Alemania recibió a un chico temeroso por la guerra que encontraría refugio en el balón. Cuando cumplió diez volvió a Croacia; en su tierra natal trazó una efectiva ruta hacia el profesionalismo. El Dinamo Zagreb lo catapultó a los grandes escenarios y le transfirió a la Bundesliga. Pasó dos años en Wolfsburgo y en 2012 se volvió referente ofensivo del Bayern Múnich. Maduró como atacante y reforzó su personalidad.
Está valuado en 30 millones de euros y se especula su salida del equipo dirigido por Josep Guardiola, pero no hay fuerza humana capaz de dejarlo fuera de la oncena titular croata. Cuenta con 28 años y algunos compatriotas lo toman como ejemplo del espíritu nacional. Es un luchador incansable que siempre marcha con la frente en alto; un modelo a seguir quizá sin quererlo, pero sobre todo, un hombre de pocas palabras y muchos, muchos goles.