Por: Roberto Quintanar
Su postura firme y expresiones faciales duras reflejaban a la perfección su personalidad autoritaria, intolerante y cuasi despótica. Su papel en la historia le manchó las manos de sangre y provocó una transformación paulatina de la vida política en México.
Así fue Gustavo Díaz Ordaz, político poblano que arribó a la presidencia en 1964, aunque se decía que el hombre de los lentes con gran aumento había gobernado desde 1958, pues el entonces presidente Adolfo López Mateos se ocupaba más de viajar al extranjero y seducir a cuanta mujer guapa se le atravesaba.
Díaz Ordaz era la antítesis de su antecesor. Mientras López Mateos tenía porte de galán, una sonrisa cálida y buenos dotes de orador, Gustavo no era agraciado físicamente y hablaba en público con una energía cercana a la empleada por los altos mandos militares con sus subordinados.
Era obvio que un personaje con esas características no toleraría el mínimo intento de movilización social. Desgraciadamente para la historia de México, el país estuvo en sus manos en la década del despertar de la juventud.
El año de 1968 estuvo lleno de agitaciones sociales y movimientos estudiantiles en el mundo. México vio cómo sus estudiantes dejaban su letargo para exigir condiciones más democráticas y menos autoritarias. Ese grito de libertad fue visto por el gobierno de Díaz Ordaz como una amenaza a la estabilidad de su gobierno y un daño a la imagen internacional del país, que tenía en puerta los Juegos Olímpicos a celebrarse en la capital.
La respuesta al reclamo, aunque en un principio fue la de “tender la mano” en el discurso oficialista, por otro lado buscaba la provocación a través de grupos de choque y la agresión con los cuerpos policiales y militares. La culminación de este episodio es conocida: una brutal masacre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco a 10 días de iniciar la justa olímpica.
Al presidente Díaz Ordaz le salió el tiro por la culata. Muchos periodistas extranjeros que estaban en el Distrito Federal con motivo de la fiesta del deporte estuvieron presentes aquella tarde del 2 de octubre en Tlatelolco (incluso alguno resultó herido). La imagen de progreso económico, del supuesto “Milagro mexicano” que se dio a mediados del siglo XX, se hizo pedazos aquel lluvioso día.
Durante la inauguración de los Juegos Olímpicos en el estadio de Ciudad Universitaria, cientos de palomas blancas fueron liberadas como representación de la paz. Aunque con la frescura de la sangre existía entre la gente el temor a una represalia si alguien manifestaba su repudio al mandatario, al tiempo que las aves sobrevolaban la cancha alguien hizo volar un papalote en forma de paloma negra sobre el palco de Díaz Ordaz. Esta vez no hubo arma que evitase ese juicio simbólico: la paz era un mito cuando la respuesta del Estado fue un crimen.
Pero todavía faltaba la parte más difícil para el presidente. Un par de años más tarde, en 1970, México acogió la Copa del Mundo. El Estadio Azteca, la misma cancha que consagró a Pelé como monarca del balompié, atestiguó el juicio al que fue sometido Díaz Ordaz, quien arribó al Coloso de Santa Úrsula en un helicóptero para la inauguración del torneo.
“¡Chango, bájate de la penca!”, gritaba la enardecida multitud asistente. Eso fue sólo el comienzo. Mientras el mandatario daba su discurso inaugural, una lluvia de mentadas de madre y abucheos descendió desde las gradas. Más de 100 mil personas encontraron una catarsis por lo acontecido el 2 de octubre de 1968.
La vida de Díaz Ordaz nunca fue la misma después de la presidencia. Oculto del ojo público en sus últimos días y con una salud endeble, su designación como embajador en España fue una labor que, a decir del historiador Enrique Krauze, le provocaba fastidio.
Gustavo Díaz Ordaz falleció víctima de cáncer de colon el 15 de julio de 1979. El México que vivió este hombre, juzgado por la población en dos eventos deportivos de magnitud internacional, es hoy muy distinto en el fenotipo, aunque similar en el genotipo. Varios de los líderes estudiantiles de aquel entonces ocupan hoy cargos políticos o vociferan en la prensa ideas muy diferentes a las que pregonaron durante su juventud (incluso llegando a justificar o exigir alguna respuesta represora o autoritaria del Estado ante algún movimiento social).
Los Mundiales y los Juegos Olímpicos celebrados en México han sido, sin dudas, espacios de la expresión política más pura y masiva. Díaz Ordaz lo vivió en carne propia.