La afición de Cruz Azul es una antigua civilización. Para encontrar motivos de adhesión, los cruzazulinos recurrirán una temporada más a la arqueología del fútbol mexicano. En las cavernas de su historia quedan restos de esa pasión: el suéter a rayas de Marín, una gorra de Nacho Trelles, las garras de un “Oso”, el fémur de Quintano, el turbante del “Kalimán”, el cráneo de Hermosillo, ocho títulos de liga y los vagones de una vieja máquina. Si algo sobra en Cruz Azul es pasado y destino. Parece hechizado.
Cumplió con todos los remedios para ganar un campeonato: siguió comprando jugadores, contratando entrenadores, pagó puntualmente la nómina, desempolvó las vitrinas, pintó el estadio, cambio el césped, estrenó uniformes, lideró algunos torneos, mantuvo la pelota al suelo y también jugó al futbol. No puede decirse que en todos esos años haya dejado de intentarlo. Pero con cada intento, proporcional a las expectativas generadas, la frustración crecía.
Cruz Azul se volvió el chiste favorito de la última generación. Su historia fue carcomida por la acidez de las redes sociales. A Ningún equipo le hizo tanto daño la era digital. Ser aficionado de Cruz Azul tuvo que convertirse en una cuestión de fe. Su afición aprendió a reciclarse entre recortes de periódico, fotografías en sepia, imágenes en ocho milímetros, el archivo Barbachano y los relatos familiares. Un pueblo abandonado por su equipo. El aficionado a Cruz Azul no tiene a dónde ir.