POR: Aldana Perazzo
Es una ficción. Es una representación mal lograda de lo que es Boca-River. Una falta de respeto a la mística que nos dio una fama que tal vez no merecemos. No me pidas objetividad. Soy hincha de Boca y vengo a contar mi indignación.
Del estadio Azteca siempre me va a quedar la canción de Calamaro. El relato de la mano de Dios, el segundo gol a los ingleses y el Diego levantando la Copa. No era consciente de sus dimensiones hasta que lo pisé por primera vez en el 2006, cuando me mudé a México. Jugaba el América y el estadio, enorme, capacidad para cien mil personas, no se había llenado ni por la mitad. A diferencia de Andrés, no me quedé muda. Era un estadio enorme para un equipo que no lo llenaba, para una hinchada que no cantaba, que tocaba vuvuzelas y de vez en cuando hacía la ola. Demasiado estadio para ese club.
Si Boca jugara ahí… Volví dos veces más, sectores distintos. La misma cosa. La acústica de lugar, la forma de vivir el futbol, había algo que hacía que no pudiera deleitarme ante esa cancha. Cinco años más tarde regresé a Argentina y me hice socia de Boca. Ahí comprobé eso que es mucho más que un slogan en las banderas: la bombonera no tiembla, late.
Tengo un papá enfermo de Boca. Tan enfermo que viaja por el mundo siguiendo al equipo. Brasil, Chile, Colombia, Japón y ahora México. Hubo un día en que un periodista de un diario inglés escribió que nadie podía morir sin ver un Boca-River en la Bombonera y ese día, sin saberlo, el hombre ayudó a que una empresa de marketing deportivo organizara superclásicos en cualquier parte del mundo. Los hinchas creemos que cualquiera que le guste el futbol daría cualquier cosa por ir. La empresa “World Eleven” organizó un Superclásico amistoso en el Azteca (Iba a hacerse en Cancún, pero los argentinos viviendo en México insistieron en que se jugara en el DF) y creo que la cuarta podría ser la vencida. Por fin se va a despertar el Estadio, porque somos la mitad más uno y el carnaval. Como quiero vivirlo, me voy con él.
“Esta lluvia de mierda no puede parar. Son los de River, que no paran de llorar”.
31 de mayo, 2014. Las primaveras en el DF son así. Sol a la mañana, lluvia a la tarde. Faltan dos horas para que se juegue el Boca-River en el estadio Azteca y el clima no parece querer mejorar. Sí, un Boca- River en México, un amistoso. Aunque se sabe que no hay Superclásico amistoso para el hincha de estos dos equipos. La lluvia que potencia los cánticos de las hinchadas, el escenario ideal.
El hotel donde concentran los jugadores de Boca se llena de fanáticos a la espera de sacarse una foto con el primer jugador que se aparezca. Argentinos viviendo en México, argentinos y extranjeros viviendo en países vecinos, mexicanos que se enamoraron de los colores cuando Boca jugó en tierra azteca y desde entonces lo siguen a todas partes. Como Conrado Cruz, que es hincha desde que conoció la locura de Gatti. Viaja por todo México con tal de ver al equipo. Cuenta que el día que Boca jugó contra Atlas en el 2008 nació su hijo, que al gritar el primer gol de Palermo despertó a toda la gente internada en el sanatorio. A partir de ahí sus hijos y la gorra con el número doce que hoy lleva puesta son su cábala. En un rato, después de la foto con Bianchi, sale al estadio.
Me pregunto si habrá gente en el hotel donde está River. Viví cinco años en México y nunca vi una camiseta del club. Sí vi de Boca, en todos los estados que estuve. Palpito un estadio Azteca azul y oro.
Afuera no se respira Superclásico. Es entendible, cien mil personas de diez millones pasamos desapercibidos. A medida que me acerco al estadio las calles aledañas se llenan de hombres que venden banderas que pocos compran. Banderas que dicen Boca Junior sin la “s” final, banderas de river tricolores (rojo-blanco-negro). Acá los que ganan son los vendedores de pilotos, la lluvia cada vez es más intensa.
Primer indicio de que la noche va a ser distinta. Hay una sola entrada para que ingresen todos. Hinchas de River y de Boca por una misma puerta. Le cuento al taxista que en mi país eso es imposible. Que es necesario cortar calles para que nadie se cruce y haya problemas. Sin embargo, en el estacionamiento del lugar veo pocas camisetas de Boca y muchos Borrachos del Tablón. Cuando digo muchos, digo como sesenta tipos de la barra de River que viajaron especialmente para este partido. Por eso decido mojarme y me guardo en la cartera la campera de Boca que traigo conmigo. Los mexicanos no se dan cuenta, caminan como si no hubiese ningún peligro y en el fondo no lo hay. Veo a un hombre con la camiseta de Boca caminando de la mano con su hijo, que tiene la de River. Una postal de esas para combatir la violencia en el futbol.
Una vez adentro de la cancha, plateas bajas atrás de uno de los arcos-donde se supone van los hinchas de Boca me llevo la gran sorpresa. El estadio no llenó ni un cuarto de su capacidad. Enorme, con todas las comodidades, pero semi vacío. Debe ser por la hora, pienso. Con esta lluvia van a llegar todos justo. Sobre todo La 12, con los bombos y trompetas y la fiesta xeneize. Pero pasan los minutos y apenas se llena. En mi sector, con una capacidad de cuatro mil personas, no llegamos a ser cien, hay esparcidos por ahí varios mexicanos valientes con la camiseta contraria. Miro a mi alrededor y la misma historia. Qué inmensa resultó ser esta cancha. En frente están los Borrachos, y aunque sean sólo 60 se hacen escuchar. Me da bronca. Dónde está La 12. La 12 no viajó. Esta especie de exhibición de lo que es un Superclásico es una farsa. Seremos quince mil personas para un partido que suele convocar muchas más. No hoy.
Lo que pasa en el campo de juego es más de lo mismo. Equipos sin sus grandes figuras jugando a nada. Pero el hincha es así. Aunque ahí abajo se tomen las cosas con calma, arriba en la tribuna todo es cosa seria. Alentar es cosa seria. Por eso a falta de la barra que nos marque el ritmo, cantamos todo el repertorio, que claro, se pierde en la lluvia, en el espacio casi vacío, en la bandeja de arriba que es la popular, en los bombos de la hinchada contraria.
Me falta el olor a choripán. Las banderas. Los papelitos. Me falta el pique. Los hinchas mexicanos a mi lado cantan como si todos los domingos fueran a la cancha. Pero no se saben ni la mitad de los nombres de la formación de hoy. Entre River decime que se siente y el que no salta se fue a la B, le cantan culero-culero al árbitro cuando amaga cobrar un penal. Y la cerveza. Bendito sea nuestro futbol que no permite la cerveza dentro de los estadios. En esta tribuna hay suficiente cerveza para empedarse y revolear al aire con cada jugada. Así es como vuelvo a casa después. Mojada por la lluvia y por la bebida del mexicano de al lado que cayó directo en mi cabeza en el gol de Riaño.
Me siento en una película yankee, casi en un partido de hockey sobre hielo, donde las pantallas dentro del estadio señalan al público y encierran a las parejas con corazones para que se besen. Sí. Eso mismo se está haciendo en el Superclásico del futbol argentino. No sé quién maneja esta pantalla pero de alguna manera nos perjudica, desvirtúa el clásico más importante de fútbol argentino. Aunque sea un amistoso. No enfoca al hincha desaforado que desborda en pasión sino a la chica absorta en su celular, al grupo de amigos brindando y charlando de cualquier cosa de espaldas al partido.
Cualquiera que no sepa nada de futbol no entendería que esto es un Boca-River. Parece un amistoso de equipos de Trinidad y Tobago. Es una ficción. Una ficción donde hinchas del América, de Pumas, del Necaxa, del Cruz Azul o Chivas se disfrazan de un lado de azul y amarillo y del otro rojo y blanco. Algunos juegan a ser barras y buscan bardo sólo para creerse parte del relato que a ellos también les contaron. Entonces ves al pibito de lado, el mismo que me tiró la cerveza, tirar las tapas de la botella al chico que se encuentra adelante, con la camiseta de River. El de River no hace nada, sabe que está sólo en medio de supuestos hinchas de Boca -los verdaderos están más ocupados viendo el partido- totalmente alcoholizados. Se banca las tapitas y las servilletas bañadas en cerveza que vienen después. “Canten putos”, grita este pseudo barra a quienes tiene atrás, con un nuevo vaso de birra en la mano y una pizza de Domino’s en la otra. Si te viera La 12, papá.
Los borrachos siguen, es lo más real que tiene este Superclásico, que de súper no tiene nada. Rematamos la noche, empatada a uno, con los penales, el Chiqui Pérez pateándolo afuera y Forlin a las manos del arquero. Una derrota más.
Como es de costumbre, finalizado el partido aplaudo a mi equipo y espero a que se vaya al vestidor para recién salir yo. Cuando doy media vuelta, derecho a la salida, veo que de arriba un grupo de mexicanos antiboca empiezan a cantar en contra nuestro. “ Y dónde están y dónde están esos pinches de Boca que nos iban a ganar”. Ni un estadio lleno, ni una fiesta, ni buen futbol. Será que nos sobrevaloramos o acá no entienden nada.
Del estadio Azteca siempre me va a quedar la canción de Calamaro. El relato de la mano de Dios, el segundo gol a los ingleses y el Diego levantando la Copa. Las tres veces que vi al América con su hinchada haciendo olas y las vuvuzelas que aturden los oídos. Pero sobre todo me queda el recuerdo de haber prostituido nuestro folclore, nuestro evento deportivo más sagrado, en pos de un marketing mal logrado, del cual, ingenua, bajo el yo te sigo a todas partes a donde vas, local o visitante yo te vengo a ver y somos el pueblo y el carnaval, decidí ser parte. Y volvería a serlo mil veces más.