Se supone que en la actualidad los Pumas son un equipo grande. Los jóvenes creerán, quizás, que esto fue siempre así, sin embargo, los viejos podemos ponerlo en duda.

A finales del siglo pasado, los Pumas eran grandes pero no tanto. Eran un equipo que vivía en la bisagra entre lo grande y lo chico. Habitar ese límite era una experiencia increíble porque no éramos grandes declaradamente pero nos enfrentábamos con entereza a los grandes de verdad y a veces les ganábamos. El equipo mediano que le gana al grande siente el placer y el orgullo más grande que se puede sentir. El equipo grande no. El equipo grande siente esa fastidiosa obligación y cuando gana siente que cumple. Los grandes no saben ser felices. En ese sentido, y adentrándonos ya en una crítica a la modernidad, ser equipo grande no es una virtud sino un defecto.

En los 70 y 80, los Pumas eran un equipo de nicho. Un equipo universitario, con una gran cantera y con fuertes raíces en el sur de la ciudad. Estaban ligados al territorio, a la piedra volcánica, a la UNAM. De la cantera se sacaba piedra pero también jugadores. Los jóvenes eran piedras que, una sobre otra, construían el futuro, con humildad y esfuerzo. En el año 1991, cuando fuimos campeones contra el América, sentimos la alegría más grande que se puede imaginar. Le ganamos al grande desde abajo. Le ganamos al millonario con nuestras armas. De ahí el orgullo: no de ganar un partido, no de ganar un campeonato, sino de una visión de la vida. El triunfo de una cosmovisión. De ahí que quedara inmortalizada esa frase que se le adjudica a un tal José Ramón Fernández que dice: “la cantera contra la cartera”.

Sé que todo esto suena a leyenda bíblica, de otro mundo, pero algo de eso fue real. Hoy, los Pumas son un equipo masivo. Después del bicampeonato del 2004 surgió la “pumamanía” y todo cambió para siempre. Hoy somos equipo grande y llevamos a cuestas varios de los defectos esenciales de serlo. El primero y más doloroso es creer que tenemos siempre la obligación de ganar. Nadie tiene nunca la obligación de ganar. Hay otras obligaciones previas como tener valores. Por eso Bielsa dice, “en cualquier tarea se puede ganar o perder, lo importante es la nobleza de los recursos utilizados”. Acostumbrarse a ser grande conlleva el riesgo de ser prepotentes y de perder la humildad. ¿Quién prefiere ser David que Goliat?

Hoy, en años de merchandising, de marcas, de auspiciantes, de estadios llenos, de cadenas televisivas y frustraciones, nosotros volvemos a contar una historia de antaño, llena de brillos, de humildad, de buen fútbol, de buen toque, y sobre todo, una historia de identidad. De eso que fuimos y no podemos olvidar: la historia del diez que fue número uno, la vida del mismísimo Juan Carlos Vera.

¿Cómo nace el libro?

Hace unos treinta años estaba yo en un entrenamiento de los Pumas persiguiendo a Jorge Campos para sacarme una foto con él. Por alguna razón no lo alcancé y no me saqué la foto, pero cuando miré para afuera, estaba Juan Carlos Vera conversando plácidamente con mi mamá. Resulta que siempre me llevaba mi papá, que es argentino, pero esa vez me llevó mi mamá, que es chilena, y no tuvo mejor idea que hacerse amiga de su compatriota, que a su vez era el mejor jugador del país en ese momento. Y yo: feliz, incrédulo. Días después, Vera nos llamó al teléfono de la casa, cuando los teléfonos eran fijos aún, para invitarnos al cumpleaños de su hija, y ahí estaba yo, con 11 años, sentado entre Vera, Campos, Luis García, Ríos, Suarez, el Capi, Patiño, España, Aspe y demás estrellas de la cantera. El sueño del pibe.

Años después me fui a Chile a vivir y dio la casualidad de que Vera también, así que mantuvimos una larga amistad. Treinta años después, a inicios de la pandemia, yo volví a vivir a México pero un día, hablando con Juan Carlos, surgió la idea de escribir la historia de su vida. Para mí era un placer enorme. Era una manera de revivir los años dorados de esos Pumas, y los míos, claro, pero también de conocer algo de su vida que desconocía. Quién es realmente Juan Carlos, de dónde viene, cómo llegó a ser ese diez que usaba el uno en la espalda.

Eran épocas de encierro, de introspección. Cada uno desde su guarida veía pasar su vida entera. Así que comenzamos a juntarnos por zoom con Juan Carlos, todas las semanas, charlas de varias horas. Con las semanas la cosa se empezaba a poner buena. Lo que parecía iba a ser un libro de fútbol se convirtió en una hermosa historia de vida.

En la historia de un jugador que además de ser un virtuoso con una zurda de oro y una intuición incomparable, resultó ser una historia de esfuerzo y superación, pero sobre todo de un tipo humilde con los principios bien puestos. La regla número uno en la vida de Juan Carlos Vera fue nunca pasar por encima de nadie. Y claro, cuando eres así, en el mundo del sálvese quien pueda, siempre hay quienes se aprovechan de la nobleza, y te pisotean. No los vamos a nombrar ahí, para saber quién es quién, hay que leer la novela.   

Fueron alrededor de quince conversaciones de varias horas. Juan contó toda su vida y resultó ser, para mi grata sorpresa, una novela de aventuras. Yo iba quedando cada vez con la boca más abierta.

¿Quién es Juan Carlos Vera, el crack del dorsal ‘1’ con Pumas?

Primero, el niño que a los siete años le ganaba a los adultos con los ojos cerrados. Conocido como el “Pelé Vera”, era famoso en toda la Quinta Región del centro de Chile. En todos los campeonatos, a kilómetros de ahí, se escuchaba hablar de ese niño. El boca a boca se expandía como la luz.

Juan Carlos creció cerca del estadio del equipo de sus amores, Unión Calera. Se iba de su barrio, el de los ferrocarrileros, para ver el estadio y se asomaba por las rendijas para ver a los jugadores de su equipo. Admiraba a sus ídolos sin tener plata para pagar la entrada al estadio. La pobreza era absoluta. A veces se colaba a los partidos, a veces lo descubran y le tiraban a los perros. Así era su vida. Nunca imaginó que se cumpliría su sueño de subir a ese mismo equipo, una década más tarde, a primera división

Un día, una tía suya decidió irse a España porque la cosa en Chile se venía pesada. Eran años de gobiernos militares. Las tías le dijeron a la mamá de Juan Carlos que se querían llevar al hermano mayor. Era una forma de sacarlo de la pobreza. El hermano dijo que no, pero Juan, que escuchaba de reojo, dijo que sí. Que él sí se iba. Y así fue, a los 14 años y sin haber salido de su pueblo, llegó a Madrid a buscarse la vida. Solo, adolescente, sin un peso, aguantó lo que viniera. Sin internet, sin whatsapp, aguantó sin poder hablar por teléfono con su madre durante meses.

Pocos saben que vendía patas de conejo en la entrada del metro Santo Domingo. Que se probó en el Rayo Vallecano y quedó inmediatamente. Que días antes de debutar fue encarcelado por ir sin documentos. Pocos saben que estuvo en la cárcel de Carabanchel y que le enseñó a jugar a la pelota a todos los presos. Pocos saben que al salir de la cárcel fue deportado. Que tuvo que dormir en estaciones de trenes, en inviernos europeos. Días y días sin casa. Días y días sin nada. Poco saben lo que es no tener nada, absolutamente nada.

Yo no sabía, no tenía la menor idea, que este libro iba a ser tan bello. Lo único que sabía, y que lo aprendí viéndolo jugar a él, es que el fútbol no se juega con los pies, sino con la cabeza. Después conocí a Iniesta, a Riquelme, a Valdivia. Pero Vera será siempre el primero, y el último.

El libro está terminado. Está disponible desde el lunes 19 de septiembre a través de un crowdfunding. Solo hay que pedirlo en las redes de Juan Carlos o en las mías. Y a mí, no me queda más que agradecerle todo. Tanto haberme contado su vida como haber dado los pases de gol más lindos que nunca vi.