Por: Raúl Garrido
Hace 100 años, Argelia era una de las tantas colonias francesas en África. Su capital, Argel, tenía uno de los barrios obreros con más pobreza, Belcourt. Ahí donde se gestó la vida de quien pasaría a la historia, no por patear un balón pero sí por cambiar el mundo de las letras. Hijo de un padre agricultor, muerto en la primera Guerra Mundial, y de una madre analfabeta, Albert Camus estudió en una escuela pública. Como todo niño conoció en ella la magia del futbol.
Cada día el ir a la escuela era un pretexto más para poder jugar a la pelota junto a sus amigos y compañeros de escuela, y si se podía –por qué no- también aprender algo de ética, moral e historia, entre otras asignaturas. Desde pequeño mostró poco interés por el inglés y el latín, pero no así por los libros, pues siempre fue un lector muy disciplinado y curioso. La parte favorita de la escuela –como la de cualquier niño- era el recreo. Lo esperaba con ansia todos los días.
Los encuentros –como las batallas en el desierto- se deban durante el receso que seguía al almuerzo y también en el último descanso, de una hora, antes de terminar la jornada escolar. Herbert R. Lottman, uno de sus biógrafos, hace memoria hasta aquellas tardes en Argel: “Durante el recreo, se repartían en dos bandos iguales para jugar futbol, dándole patadas a una gruesa pelota de espuma. Después de las clases, entre las 16 y las 17 horas, formaban verdaderos equipos -once contra once-. Albert era portero, a veces delantero centro, y con frecuencia fue el capitán del equipo”.
Más tarde, los mejores jugadores (entre los cuales había hijos de colonos franceses, árabes, españoles e italianos) integraron el equipo juvenil: Racing Universitario de Argel, donde Albert se consolidó como guardameta. Atrás dejó su habilidad en los pases cortos y sus “gambetas endiabladas”, según cuenta Ernest Díaz, uno de sus compañeros en la cancha, para ser el hombre de seguridad bajo los tres palos. En alguna ocasión el equipo cayó por 1-0, según Olivier Todd,otro de sus biógrafos que rescató una crónica de ese juego, en donde a pesar de la derrota todo el equipo recibió felicitaciones, aunque Camus se llevó las flores. El cronista calificó como “estupendo” el trabajo del arquero, además destacó la “victoria moral”. Es una estrella.
Pese a su talento innato, no puedo llegar a jugar profesional. A los 17 años la tuberculosis lo ataca y trunca su carrera deportiva. Siempre lamentó que esta enfermedad no le dejara jugar. Años más tarde, cuando su amigo Charles Poncet le cuestionó: ¿el futbol –si la salud se lo hubiera permitido- o el teatro? Albert sin pensarlo dos veces respondió: “el futbol, sin duda”.
Un balón siempre es motivo de cohesión, sobre todo si se vive en un barrio pobre, donde las alegrías son contadas. Es ahí donde Camus se da cuenta de la precaria vida de los obreros, sin sueños ni proyectos, sin pasado, presente o futuro, sin historia. Pero es gracias al deporte de la redonda que conoce la solidaridad propia de los condenados de la tierra, el valor de la amistad fruto del contacto diario con sus amigos árabes, españoles, napolitanos malteses y judíos, con los cuales comparte el amor por la pelota además de las horas de estudio en el salón de clase.
El deporte más hermoso del mundo acompañó al autor de La peste y El extranjero y éste nunca separó la pelota de su oficio –escritor-, incluso relacionó las reglas con el comportamiento que el ser humano debe tener en la vida resaltando la lealtad del juego, según él.
“La nobleza del oficio de escritor está en la resistencia a la opresión, y por lo tanto en decir que sí a la soledad”, escribió el ganador del Premio Nobel en 1957. Así fue Albert Camus, quien comprendió mejor la ética y la moral en la cancha que en cualquier otro lado.