Por: Juskani Cabello
Su sonrisa es capaz de envolver a cualquiera. Poco importa si es la más bella o la más brillante, solo verla produce una satisfacción inigualable. Un hombre singular, de tez morena, labios engrosados, ojos saltones y un carisma que atrapa. Su nombre es Ronaldinho; su mayor virtud es vender ilusiones.
El trotamundos del futbol paralizó pueblos y ciudades, acaparó la televisión y estuvo en boca de todos; sin importar el lugar y los colores del equipo, Ronaldinho satisfizo a su afición con la gloria y el júbilo de ser campeón. Se coronó en cuanto club pisó.
La llegada de Ronaldinho a México funcionó para revivir en la mente del aficionado glorias pasadas, regates históricos y pinceladas que por algún tiempo colorearon el Camp Nou. En México, seguidores propios y extraños han sucumbido ante él. Más de una vez le han aplaudido su toque de balón, sus disparos errados y velocidad nula. Las gambetas sólo son fantasmas perdidos en 90 minutos de mediocridad.
Dinho ha sido el negocio perfecto para un país que vive el futbol. Su legado en el balompié nacional ha dejado 115 millones de pesos. Olegario Vázquez Aldir es el personaje de negro detrás del telón. Un hombre de negocios, no de futbol; el sujeto que montó una realidad incierta que sólo beneficia a los usurpadores de este deporte.
El hombre que alguna vez levantó el Bernabéu ya no lo es más. Nos vendieron la magia de un hechicero de otra época, de un comerciante vende sueños a las afuera del inmueble de Colinas del Cimatario número 76090.
Ronaldinho se ha convertido en el souvenir preferido de los aficionados, aquel que vive de glorias pasada y sueños rotos. México lo arropó como otro compatriota más. Su sonrisa nos conquistó sin efecto alguno.