Por: Llanely Rangel
Miguel Herrera tuvo una infancia difícil. Cuando tenía apenas dos años de edad, su padre lo abandonó junto a su madre, sus dos hermanas y su mellizo. Con una madre soltera y nacido en la colonia Narvarte sobra decir que no vivió, sobrevivió. Así forjó su carácter, uno fuerte, luchador pero sobre todo simpático y pasional que este año logró seducir a cada uno de los aficionados al futbol.
Para entender lo que Miguel Herrera significó para los mexicanos en el 2014 se debe recordar que hasta antes de su llegada, la Selección se encontraba sumida en una crisis deportiva y sin credibilidad. Miguel tomó el cargo con los errores de José Manuel de la Torre a cuestas, y desde ahí por el simple hecho de aceptar combatir una guerra que ya se creía perdida, se empezaba a convertir en héroe.
Los aficionados volvieron a creer en la Selección después de los Juegos Olímpicos de Londres 2012, tras conseguir la medalla de oro frente a Brasil, pero tan sólo un año después el representante nacional se encargó de sumar decepciones. La crisis se acrecentó con un triste desempeño durante la Copa Oro, para poco después llevar al equipo al borde de la eliminación mundialista, algo que no ocurría desde Italia 1990.
Como siempre el Piojo fue presentado como la solución, pero a diferencia de los entrenadores anteriores, con el plus de no hablar con palabras refinadas o presumiendo de una trayectoria en el extranjero. Se presentó con un modesto: “nosotros estamos pensando en estos 180 minutos, no más allá. No hay un contrato de millones de por medio, sólo un compromiso”. Así, con su humilde discurso empezó su odisea y el primer milagro llegó en el repechaje frente a Nueva Zelanda. México sí tendría justa mundialista.
Camino a Brasil, en los medios se habló de su infancia difícil y sus esfuerzos por llegar al banquillo técnico. Todo un personaje. Él se encargó de seguir sumando adeptos, participó en programas de toda índole, siempre con una sonrisa en la cara y mostrando una postura positiva con respecto al mundial.
Llegó el primer partido, México enfrentó a Camerún y Herrera obtuvo su primera victoria. El primer motivo para enamorar a la afición. Su segundo rival era nada más y nada menos que al anfitrión de la justa: Brasil. En las calles cualquier persona titubeaba al apostar por la victoria mexicana, pero el Piojo consiguió mantener el marcador en ceros. La confianza empezó a crecer. Se trataba de los mismos jugadores, los mismos colores, lo único que había cambiado era el técnico; así que el público dedujo que él era el responsable de los buenos resultados.
Para ese momento la afición ya empezaba a ver un poco del Herrera pasional, que mostraba su enojo en una falla, que brincaba de alegría sin importar que arrugara el saco. Y no hay cosa que enamore más al seguidor, que un entrenador que llore las derrotas como propias y festeje un triunfo como si fuera de todos.
Luego llegó el partido que lo llevaría la cumbre de la popularidad. Croacia menospreció al Tricolor, picó el orgullo mexicano. “Puedes comparar nuestros equipos y si hay alguien a quien le deben de temblar las piernas es a ellos”, dijo en conferencia de prensa Niko Kovac. Herrera le respondió con un marcador de 1-3 favor México, y un festejo tan eufórico como simpático; rodó en el pasto abrazado de Paul Aguilar. Ese fue el momento en que Herrera se convirtió en algo más que un hombre.
Frente a Holanda los mexicanos ya estaban tan casados con el Piojo, que encontraron en Arjen Robben alguien mejor a quien culpar por la derrota. El hashtag “NoEraPenal” fue una muestra más de que Herrera ya se había convertido en algo más que un técnico. Tenía todas las características de un héroe, la infancia difícil y el mundo en contra. A pesar de eso supo salir avante y para una afición mexicana, sin una figura en la cancha, se convirtió en un héroe de carne y hueso.