Por: Edgar Morales Saucedo | @Mtro_Inmorales
Más allá de la noche que me cubre,
negra como el abismo insondable,
doy gracias a cuales dioses
fuere por mi alma inconquistable.
No importa cuán estrecha sea la puerta,
cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino,
soy el capitán de mi alma.
WILLIAM ERNEST HENLEY
(1849-1903)
Invictus
(Fragmento)
Uno no espera sentirse afectado y sentimental después de hablar con un jugador de rugby, pero eso le ocurrió al escritor John Carlin al hablar con Hennie Le Roux, campeón del Mundo en 1995, que se emocionó al hablar de Nelson Mandela y del papel que a él, un afrikáner decente pero poco versado en política, le había tocado desempeñar en la vida nacional de su país.
Sudáfrica fue artífice de la llamada “revolución negociada”, la transición de la tiranía a la democracia gestada de forma inmejorable, a través de una enorme demostración de compasión y redención. Carlin, periodista de padre escocés y madre española, es autor de Playing the Enemy (El factor humano, 2008), un libro sobre un héroe de carne y hueso acerca de una nación en el que la mayoría negra debería haber exigido a gritos la venganza, y sin embargo, dio al mundo una lección de inteligencia y capacidad de perdón: Nelson Mandela, un personaje destacado y protagonista de nuestros tiempos.
El rugby no era el deporte de la Sudáfrica negra. Era un deporte blanco, y en especial, de los afrikáners, la tribu blanca dominante en el país, la raza superior del apartheid. Los negros consideraron a los Springboks, durante décadas, como un símbolo de la opresión, tan repugnante como el antiguo himno nacional del apartheid: Die Stem (La llamada), cuya letra, en afrikáans -idioma que proviene directamente del neerlandés-, alababa a Dios y celebraba la conquista blanca de la punta meridional de África; y la vieja bandera de los blancos.
La idiosincrasia afrikáner estaba permanentemente determinada por un cristianismo de Antiguo Testamento: la Iglesia Holandesa Reformada, esa que en otros tiempos habría buscado una justificación bíblica del apartheid; su religión laica, el rugby. Entre más de derechas, más fundamentalista era su fe en Dios y más fanática su afición al deporte; temían a Dios, pero amaban el rugby, sobre todo cuando llevaba la remera verde y oro de los Springboks.
El rugby era el opio que mantenía a los blancos en una ignorancia feliz, el opio que tenía adormecida a Sudáfrica. La política del Congreso Nacional Africano (CNA) de aislamiento deportivo internacional, especialmente el aislamiento del rugby, resultó muy dolorosa para los afrikáners. Impedir jugar al rugby con el resto del mundo acabó siendo un instrumento de influencia política increíblemente eficaz. La postura oficial del CNA era que el poder afrikáner era una versión actualizada del colonialismo europeo.
Mandela, cuyo nombre en xhosa, Rolihlala, significa “alborotador”, siempre tuvo el valor para declarar que los afrikáners tenían tanto derecho a ser llamados africanos como los negros con los que compartió celda durante 27 años. Por su parte, el ex presidente Frederik W. de Klerk, continuó la labor iniciada por Pieter Willem Botha, y tuvo la prudencia y decencia de preparar el terreno para la liberación de Mandela, realizada el 11 de febrero de 1990, al tiempo que dieron inicio de las negociaciones del final del apartheid. Una vez liberado y, posteriormente, nombrado presidente en las primeras elecciones democráticas realizadas en 1994, la sensación predominante entre los sudafricanos blancos, tras la toma de posesión de Mandela (“voluntario jefe”, de la “campaña de desafío”), era de alivio. El apocalipsis se había ido por donde había venido y la vida seguía como siempre. No se habían erigido las guillotinas y los funcionarios, en general, continuaban en sus puestos. Pero los blancos no se libraron de su mezcla inherente de culpa y miedo de la noche a la mañana.
La Copa del Mundo de 1995 reforzó de forma espectacular la reconciliación nacional entre todas las razas de Sudáfrica. Un fenómeno de construcción nacional que desató una ola de patriotismo por medio de un deporte tradicionalmente asociado en la Nación Arcoíris a varones blancos afrikáners. El 24 de junio de ese año, en el Ellis Park Stadium de Johannesburgo, el seleccionado sudafricano se enfrentó a los All Blacks, en una final que generó más teatro que arte, es decir, un partido agotador, de puro desgaste, una guerra de trincheras con poco espectáculo, ni un solo try, solo penaltis y drops, pero como muestra de dramatismo, fue inigualable, en medio de un escenario ideal, con las condiciones e ingredientes perfectos para un cuento de hadas. Las lágrimas de François Pienaar, jefe espiritual de esta nueva afrikaneidad, al unísono del Nkosi Sikelele iAfrika, hacían que todo valiera la pena.
François Pienaar, heredero de una gran tradición de capitanes históricos de los Springboks como Felix du Plessis, pasando por Morné du Plessis, hasta llegar a Jean de Villiers, representaba el espécimen ideal de la virilidad afrikáner: 1,92 metros de altura, 120 kilos de músculo y con la gracilidad escultural del David de Miguel Ángel. Creció en Vereeniging y era una fiel representación del 90% del volk afrikáner, es decir, unos hombres condicionados por el periodo y el lugar en el que les había tocado nacer, que les obligaba a ser individuos francos, sencillos, trabajadores, duros, secretamente sentimentales, devotos y fanáticos del rugby, y que se relacionaban con sus numerosos vecinos negros con una mezcla de desdén, ignorancia y miedo.
“Pienaar no me pareció en absoluto el producto típico de la sociedad del apartheid. Le encontré muy simpático y tuve la sensación de que era progresista. Y había estudiado. Era licenciado en Derecho. Era un placer sentarse a charlar con él”, recordaba Mandela. Resultaba irónico que el rugby, transformado en esa fuerza unificadora de tal magnitud, durante años sirvió para aislarlos del mundo y de sí mismos.
A partir de ese hecho histórico para la historia sudafricana, los medios de comunicación inventaron una nueva palabra que unía dos identidades, dos mundos separados, heridos y segregados por un odio racial sin sentido: AmaBokoBoko, un vocablo que mezclaba las lenguas xhosa y afrikáans, como una manera de decirle al mundo que un nuevo país estaba renaciendo de entre sus cenizas, una nación reconstruida por medio del perdón y la reconciliación, en uno de los ejemplos de humanidad más inspiradores de todos los tiempos. A 20 años de aquélla legendaria serenata, los Springboks continúan saltando.