La moral vale pito. Su dimensión hace tiempo que depende más del resultado que de las convicciones. Es laxa como la conveniencia de una decisión arbitral musicalizada a través del silbato. Sus pilares se divorciaron de la conciencia para abrazar la crudeza matemática. Ganar sin reparos. Conquistar sin remordimientos ni atenuantes. Lacrimógena en la derrota y cínica en la victoria. A ella el futbol la ha encerrado en un doble penal que no era. En esas cuatro paredes simbolizadas por un grano de cal dentro del área se encuentran cautivos nuestros valores y nuestras formas de afrontar el juego.La moral, o lo que sea que resta de ella, es el nuevo rehén de la pelota.
La lección se ha producido bajo el patrocinio de la fantasía. El imaginario colectivo como base de un proceso que así fue concebido. Quisimos que fuera gol de Moisés Muñoz, aunque fue autogol de Alejandro Castro. Decidimos ver épica frente a Nueva Zelanda, aunque resultó más fácil que vencer a Cuba con medio equipo desertando. Pretendimos hacer más en el Mundial de Brasil, aunque hicimos lo mismo que desde hace cinco Copas del Mundo. Nos dijimos robados, aunque siempre hemos sabido que de no haber sido por el engaño de Robben, hubiera sido cualquier otro holandés anotando bajo cualquier otra circunstancia después de que Herrera decidiera echarse para atrás. La ficción como abanderada de un proceso que nació amparado por la mentira, que firmó su renovación a partir de un primer penal en contra que no era y que hoy recupera sus bríos con un segundo penal, ésta vez a favor, que tampoco era. La mitomanía también llama al desengaño.
El problema no es aplaudir la victoria patentada desde la vista cansada del juez, sino el descaro de hacerlo después de más de un año de mentar madres por haber sido ultrajados. El triunfo no tendría porque remorder la conciencia ni ser generador de vergüenza. El error fue ajeno, involuntario, inocente. Uno más de los muchos que componen los códices futboleros. Pero cuesta evitarlo porque aún en estos días de olvido e inmoralidad se recuerda al técnico nacional culpando a un árbitro y después al siguiente hasta llegar a los agradecimientos sarcásticos en público y en vivo a través de la televisión. Me digo entonces que somos parte de ello, que al decantarnos por la ficción somos tan culpables como un estratega que hoy tendría que estar más colorado que de costumbre por la pena de verse expuesto, desnudo ante las incongruencias que también son nuestras.
Herrera, como el Chapo, ha salido fortalecido de dos penales. En el primero deslindó responsabilidades; en el segundo, recibió nueva vida para el torneo que por fuerza debe ganar. En lo que a mí respecta, quizás dormiré un par de veces con algo de arrepentimiento, con un sentimiento de culpa. Pero muy pronto recordaré, si es que no lo hago ya a través de este texto con el que expío lo que resta de mi integridad en el juego, que la moral vale pito o lo que dura el sonido que emerge de él.