Por: Roberto Quintanar
La lluvia había acompañado casi toda aquella semana de junio. La expectativa entre los ríos de gente que rodeaban el Estadio Olímpico Universitario era bastante elevada. No importaba que los antecedentes fueran funestos para el equipo local; la afición de Pumas estaba convencida de que esa tarde, Universidad daría cuenta del América en la final del campeonato mexicano.
La cita era un sábado a las 15 horas, día y horario extraño para una culminación de temporada. La desventaja de 3-2 parecía manejable para aquella máquina comandada por Miguel Mejía Barón, que había realizado hasta ese día una temporada perfecta.
Hablar de los protagonistas, sin embargo, resultaría un ejercicio reiterativo (aunque no dejase de ser interesante). Quien escribe estas líneas está más interesado en revivir lo que rodeó a aquella tarde del Tucazo, pues pudo presenciarlo a muy corta edad sin dimensionar, por obvias razones, lo que ocurría ese 22 de junio de 1991.
La lluvia cedía conforme la hora se acercaba. Muy tímidamente, el Sol bañaba con débiles rayos al público que poco a poco poblaba las tribunas del Olímpico. Contrario a lo que ocurre hoy en día, la grada del Pebetero era generalmente ocupada por el público visitante; sin embargo, en esa oportunidad la mayoría Puma en las gradas era notoria, por lo que incluso en esa grada predominaban los colores azul y oro.
Desde el pitazo inicial de Arturo Brizio, el público se volcó con los universitarios. La portería americanista recibió los primeros embates pasados los primeros cinco minutos hasta que un derribo de Jesús Córdoba sobre Ricardo Ferretti fue señalado en los linderos del área. El “Tuca”, que usaba el número 7, tomó el esférico y se perfiló. Los pocos segundos que pasaron entre el señalamiento y el cobro fueron de una sinergia pocas veces sentida: los gritos “Pumas gol, Pumas gol” y “Vamos, Tuca” precedieron a uno de los cobros más precisos en la historia del balompié nacional, que dejó a Adrián Chávez imposibilitado de alcanzar el esférico.
“¡GOOOOOOL!”. El Olímpico se convirtió en una garganta gigantesca que hizo vibrar todo el sur de la capital mexicana, cimbrando los cimientos del estadio, los ventanales de rectoría, los anaqueles de la Biblioteca Central y cada facultad de Ciudad Universitaria. El eco retumbó en los restaurantes de Avenida de los Insurgentes, llenos de comensales a esa hora de la tarde.
En las tribunas, el ruido ensordecedor terminó tras unos segundos, luego de que las banderas se convirtieran en un mar de color moviéndose unas contra otras, escena que por los códigos actuales es imposible volver a ver en las canchas nacionales.
La euforia del gol pasó… y tras ella los minutos. El dominio de Pumas era abrumador pero estéril y el ambiente que en un principio era de fiesta y confianza comenzó a hacerse tenso: el segundo gol no caía. Los “goyas” no cesaban; el apoyo jamás se diluyó. Pero las voces murmurantes reflejaban cierta ansiedad por el silbatazo final para finiquitar los fantasmas del pasado, aquellos de Joaquín Urrea y Adolfo Ríos, de las casi milagrosas atajadas de Zelada, de las ventajas no manejadas y hasta de ese tufo antidemocrático reflejado en la televisora de Chapultepec y su equipo.
“No mames” se convirtió en la frase replicada una y otra vez, un lamento por las ocasiones falladas y esa brecha de luz que América mantenía con el déficit de un tanto. Los últimos segundos del duelo fueron dignos de una película deportiva hollywoodense, con Alejandro Domínguez y Jorge Campos como protagonistas. Sintiendo el final cerca, los aficionados Pumas agitaban las banderas en señal de triunfo, pero por unos segundos éstas se quedaron inmóviles: Domínguez tomó el balón de frente a la portería y envió un cañonazo raso sin mucha colocación. Campos dio dos pasos y atajó el esférico tomándolo de frente, movimiento que hizo más dramático el cierre de la final más memorable disputada en CU.
Las banderas volvieron a tapizar cada rincón del estadio y Campos realizó un mal despeje que poco importó. Brizio señaló el final del partido y la catarsis fue absoluta. La comunión entre jugadores y público se convirtió en complicidad luego del silbatazo final… Ferretti agitaba vigorosamente una bandera, García Aspe destazaba un pollo (no vivo, por supuesto) con el público de la planta baja del Palomar y Miguel España ofrecía el trofeo a toda la gente. A pesar del nerviosismo, la gente transmitió a la cancha una energía de campeonato.
El tráfico de Insurgentes Sur se aderezó con el sonido de los cláxons y comensales que salían de los restaurantes a celebrar; las entradas de las estaciones del metro Universidad, Copilco y Miguel Ángel de Quevedo pasaron a ser parte de la fiesta de la justicia futbolera: el mejor equipo se había coronado.
El ocaso de la tarde trajo nuevas gotas de lluvia, rocío que acompañaba a las lágrimas de alegría derivadas de una revancha consumada. Así fue la tarde del “Tucazo”… así fue la tarde de un partido memorable.