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México 1968, cuando el fuego olímpico ignoró la tragedia

La tragedia que manchó los Olímpicos de 1968

Por Santiago Cordera

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Hubo que esperar 72 años para que el olimpismo hablara español. Hasta 1968 ninguna ciudad de habla hispana había organizado unos Juegos Olímpicos. Todo se gestó en el año 1963. El Consejo Olímpico Internacional debía reunirse para designar la sede de 1968. Dos veteranos en sus apetencias olímpicas, Buenos Aires y Detroit, junto con la novata Lyon, se enfrentaban a México.

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En aquellos Juegos de la comunicación mundial vía satélite, la capital azteca preparó un proyecto de altos vuelos. México D.F. quería dejar para el recuerdo una obra tan grande como la conocemos, pero para conseguirlo debía superar unas dificultades que no hacía más que crecer hasta el 12 de octubre, fecha escogida para celebrar la ceremonia de apertura y en la cual se cumplían 476 años desde que Cristóbal Colón había avistado las costas de América.

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La delicada situación mundial, con dos bloques perfectamente definidos en torno a la OTAN y el Pacto de Varsovia, en pleno apogeo de la guerra fría, y las revueltas estudiantiles que se producían en París, conocido como el ‘Mayo Francés’, y en el Checoslovaquia como ‘La Primavera de Praga’, aunado a la creciente oposición a la Guerra de Vietnam por parte de los estadounidenses, ponían en jaque unos Juegos que ni en sueños pensaban que llegarían a ser tan perfectos como serían al final de aquel agitado 1968.

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Lo peor aún estaba por llegar. Cuando ya se olía el ambiente a Juegos Olímpicos, en la misma capital azteca se producía una revuelta estudiantil que alcanzaría unas proporciones dramáticas.


El 22 de julio ocurrió una riña entre algunos estudiantes de la Vocacional 2 del IPN y otros de la preparatoria particular Isaac Ochotorena, en la Ciudadela de la capital. Los granaderos reprimieron desproporcionadamente el enfrentamiento, lo que generó una gran indignación entre los estudiantes, quienes declararon la huelga y organizaron una manifestación que coincidió con una movilización que conmemoraba la Revolución Cubana.


La nueva movilización estudiantil fue reprimida con mayor violencia. Esto generó mayor indignación en los estudiantes. El gobierno estaba desconcertado, ya que el movimiento se organizaba rápidamente y estaba fuera de sus controles tradicionales. Desde un mes antes de iniciarse los Juegos, se habían producido manifestaciones por las calles de la ciudad, en las que los enfrentamientos con la policía habían dejado decenas de heridos.


Y aunque todo parecía bajo control, justo 10 días antes de la inauguración, los estudiantes manifestaron su protesta contra el gobierno dictatorial del presidente Gustavo Díaz Ordaz, hecho que llegó a la prensa internacional que estaba muy al tanto de lo que sucedía en el país.


Pero ni en los más negros augurios alguien podía imaginarse el horror que estaba a punto de vivirse en la Plaza de las Tres Culturas. La situación se escapaba de las manos de unos dirigentes mexicanos que reaccionaron con una dureza extrema ordenando al ejército que disolviera las protestas como fuera, permitiendo que disparara contra la multitud. La masacre de aquel 2 de octubre sofocaría el movimiento estudiantil. El gobierno federal castigó a las autoridades de la UNAM y con ellas a la institución entera por no haber avalado sus decisiones criminales.


Muchas voces se alzaron exigiendo la suspensión o al menos el aplazamiento de los Juegos. El duro y autoritario presidente del COI en aquellos tiempos, Avery Brundage, se opuso a alterar el programa manifestando que “nada de lo ocurrido ha ido en contra de los Juegos Olímpicos”.


Con todos los problemas superados, el espíritu vitalista de la ciudad y del país entero estaba preparado para lucir en su máximo esplendor. Las instalaciones, con espléndidas arquitecturas, respondieron a lo esperado y se mostraron muy eficaces.


Cuando llegó el 12 de octubre, todo estaba preparado para una inauguración vistosa. Aún se recuerda aquella gran ovación que los mexicanos tributaron a la selección de la Checoslovaquia oprimida por la URSS, las protestas contra el presidente, hábilmente acalladas por la televisión, en donde, entre insultos y abucheos, el presidente Díaz Ordaz pudo pronunciar la frase más esperada: “Hoy, 12 de octubre de 1968, declaro inaugurados los Juegos Olímpicos en México, conmemorativos de la XIX Olimpiada de la era moderna”.


Hasta la llegada del fuego al Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria fue único. Enriqueta Basilio, una vallista hija de campesino y estudiante de la UNAM, se convirtió en la primera mujer en portar la antorcha olímpica en la entrada al estadio y la primera en encender el pebetero.


En lo deportivo, todo jugaba a favor de México. Nuevas tecnologías, mejores materiales, sistemas de entrenamiento cada día más metódicos y científicos. A los grandes atletas de las potencias deportivas que habían dominado los Juegos Olímpicos desde la edición de 1896, se unían ahora participantes llegados desde el corazón de África.


El atletismo fue la disciplina que primero dejaría ver ese nuevo aliento para el deporte. Por su parte, los deportistas mexicanos se codearon con los mejores, dejando para el recuerdo algunos momentos dorados.


El público mexicano, poco familiarizado en 1968 con algunas de las modalidades deportivas, se volcaría dando un brillo a las pruebas que supuso el espaldarazo definitivo para un movimiento olímpico que, gracias a los avances de la radio y la televisión y a la posibilidad de transmitir imágenes y sonido vía satélite, llegaría en directo a cada rincón de la Tierra.


Era la primera vez en la historia de los Juegos Olímpicos en los que se introducían los controles de sexo y análisis antidopaje.

Con todo lo que se había podido ver en México durante dos semanas de deporte en estado puro, la clausura no podía pasar desapercibida. El protocolo habitual en las despedidas olímpicos se hizo añicos. Los atletas se abrazaban unos a otros, usando un gesto como lenguaje universal de solidaridad y unión nunca antes visto.

Se intercambiaron chaquetas y sombreros. Aquella despedida a México ’68 hizo que se vertieran lágrimas de emoción tanto en la pista como en las gradas de los recintos deportivos. El pueblo mexicano dio una lección a todo el mundo teniendo derecho a hacer sonar el himno nacional mexicano y poner en su lugar el Himno de la Alegría de Beethoven.

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