Por Mauricio Cabrera (Enviado Especial)
La imagen es tan real como el desgano ante la Copa del Mundo. Brasil no está listo. Quizás ni siquiera desea estarlo. El roce social ha provocado lo impensable: que un brasileño deje de sonreír ante la pelota. Los fiesteros de siempre se volvieron apáticos de ocasión. Trabajan para el día inaugural, pero se toman descansos que explican por qué no sólo laboran a sol, sino también a sombra.
El estadio Itaquerao está confundido desde el nombre. Se le conoce como Arena Corinthians. Y la FIFA a veces se lo respeta, pero en otras su identidad cae bajo el yugo de Blatter. Se mira extraviado a unas horas de que sesenta y un mil aficionados acudan a poblarlo. Es imposible encontrarlo en el GPS. No por su culpa, sino porque la tecnología en ese aparato ha quedado en desuso frente a Google Maps. Sus accesos son tan complicados como los del Omnilife en Guadalajara. Bello, pero aún sin maquillaje en el exterior y sin alma en el interior.
Por dentro, la cancha cumple el cuaderno de cargos. Es de primer mundo. Pero de ahí en fuera, aunque los trabajadores los señalan como detalles mínimos, abundan las tablas por colocar, los clavos por ser fijados y las lonas por levantar. A los elevadores y a las escaleras las han dejado para el último. Quizás es una indirecta más. Si la fiesta no llegara, mejor para los brasileños, demasiado tocados en lo cotidiano como para que un partido ante los croatas les quite el sueño, En futbol tienen poco que demostrar y en organización, después de todo, lo hecho, hecho está. Nada impedirá que la pelota ruede en Sao Paulo, aunque las herramientas se queden estorbando en el camino.