La herencia no es suficiente. La infancia ha dejado de construirse a partir del engaño paternal. Lo de hoy son los descubrimientos express. Santa Claus vive con fecha de caducidad tan pronta como la de un yoghurt. El ratón de los dientes lleva al desengaño. Si antes la retórica de los padres era ley, Internet, Google y los amigos digitales se han convertido en los transgresores que obligan a abrir los ojos a punta de verdades. Los niños de este siglo exigen hechos en vez de ilusiones. Sus cartas navideñas no demandan yoyos ni pirinolas, sino iPads o el Nintendo 3DS. No adoptan lo que no ven, no abrazan lo que no les gusta. Exigen entretenimiento de avanzada y diversión en segundos. No hay más remedio que la resignación. Real Madrid y Barcelona juegan a la velocidad de Vine, la Liga MX a la de aquellos tiempos en que una llamada telefónica cortaba la conexión a la Red. Las tradiciones valen menos que las tendencias.
Son tiempos de identidades difusas. El mexicano juega para Estados Unidos, el gringo para Alemania y el brasileño para España. Individualismo en su máxima expresión. Somos de donde queramos ser. La tecnología se burla de los códigos postales. Los clics han sustituido a los kilómetros como medidores de distancia. Los colores se negocian ante nuestra elástica conciencia. El que apoya a un equipo blanco se viste de rosa fascinado por la novedad, el que se pinta de verde desnuda los escaparates de jerseys teñidos de negro. Vístete como quieras, haz lo que quieras, apoya a quien quieras. El YOLO como afrenta a los conservadores y como tumba de los románticos que pretenden explicar que un juego de mediodía en CU vale más que un partido en Old Trafford. La experimentación aniquila el anecdotario. El villamelón globalizado no sólo cambia de equipo, también de país, acento y estilo.
Es también una cuestión de estética. Las ligas de relumbrón entretienen la mirada ante el vértigo del balón y fomentan las obsesiones de los metrosexuales con looks de futbolistas tan imitables como los de las estrellas de Hollywood. A las mujeres, cada vez más representativas en los demográficos de la pelota, o les gusta el espectáculo deportivo o se entretienen mirando rostros que en términos de galanura superan los atributos de Marco Fabián. Si Ángel Fernández contribuía a fomentar la pasión por el futbol mexicano mientras una familia se reunía en torno a una televisión con antena de conejo para ver un América-Chivas, las pantallas planas promueven la colonización. El gusto por lo bien hecho no distingue nacionalidades.
La gran urbe aniquila el sentido de pertenencia. La globalización del juego lo ha puesto en jaque. Le sobreviven escasas manifestaciones idealistas en regiones distantes a la capital, donde el matrimonio futbolero se ha canjeado por la unión libre. Los Tigres y su pleito de banqueta con los Rayados; el doble pasaporte de los Xolos; las botas de cuero del León y el sabor añejo de los Leones Negros. Además de eso, queda poco. Casi nada. Los recuerdos mueren en el Siglo XXI.
El aficionado no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Si los ochenta y noventa aún traían consigo una carga de nostalgia, verborrea familiar e historia para que quienes nacimos en ellos decidiéramos nuestras filiaciones futboleras, los años que discurren presentan contenidos que mueren en segundos, aplicaciones que son tendencia un día para acabar enterradas al siguiente y jugadores que pasan de ganar el Balón de Oro a merecer el destierro en un santiamén. La educación básica lo atestigua. Las playeras de América, Pumas, Chivas y Cruz Azul han sido sustituidas en los salones de clase por las del Barcelona, Real Madrid, Manchester y hasta por extravagancias como la del Sant Pauli. Las pasiones del nuevo fanático son apátridas. Las tradiciones valen menos que las tendencias. Me gusta, luego elijo.