Por Mauricio Cabrera (Enviado Especial)

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A Neymar le ha cambiado la vida. El que iba a ser su Mundial no lo será más, cuando menos con él en el campo. Si la maquinaría mediática lo equiparaba con Messi para añadir un duelo personal al de la rivalidad que de por sí enfrenta a sus naciones, la del juego mismo lo pone al nivel de Pelé y aquella lesión que lo alejara de Chile 1962. No es lo que Neymar soñó. No es lo que Brasil quería ni lo que los patrocinadores anhelaban. Pero hay una historia detrás, una posibilidad que de algún modo le beneficia. La luz detrás de un imprevisto que lo ha dejado con ojos hinchados y las ilusiones, como la vértebra, quebradas. Se ha vuelto mártir, se ha transformado en esperanza y se ha convertido en el símbolo de unión que ni las estrategias de Dilma ni los encantos de la Copa del Mundo habían podido crear.

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En el Parque da Bola, en Río de Janeiro, cientos de personas disfrutaban del Fan Fest de los ricos. Ahí, adultos y jóvenes comían y tomaban vino y cerveza mientras decenas de balones pasaban por debajo de sus piernas impulsados por los niños brasileños, que desconocen la prohibición de jugar al futbol. En las dos pantallas gigantes apareció Neymar. Se le veía con los ojos como globo. El chico mimado de la mercadotecnia convertido en uno más. Los elegidos también lloran. Empezó a hablar. El balón descansó para escuchar al que mejor lo toca en Brasil. Dijo que su sueño no acababa, que pronto volvería a las canchas y que sus compañeros se encargarían de conseguir la Copa. Concluyó su mensaje con esa mirada cristalina que apareció desde que confesara a Marcelo que no sentía las piernas. Y la gente aplaudió, se puso a sus pies aún a la distancia. Abrazaba a su ídolo, lo invocaba a la cancha, prometía llevarlo a rastras y sostenerlo cuantas veces fuera necesario. Brasil, ahora sí, era Neymar.

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La estampa contrasta con la percepción anterior. Hasta antes de que Camilo Zuñiga lo enviara al hospital, los brasileños hablaban de un proyecto de crack, de un buen jugador, pero aún sin los alcances de los mejores del mundo. Les molestaba su amor por los reflectores. Le criticaban que todo fuera imagen y negocio. Lo veían como un aliado más de Dilma para darle pan y circo al pueblo. Le aplaudían por ser brasileño y porque reconocían en él a un tipo distinto, pero ni lo aceptaban como ídolo ni lo enaltecían como cuando se ha convertido en una baja más de la Copa del Mundo de las terapias intensivas. Al Neymar de hoy se le encienden veladoras, se le dedican oraciones y promesas de título. Neymar es un santo.

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Le sobran razones para llorar. Que lo haga una y otra vez. Todo lo que necesite hasta vaciar el tanque de la impotencia. Aunque el tiempo dirá si a Brasil le alcanzó sin él para echar a Alemania y ganar la final, el jugador del Barcelona ha ganado. Su cuerpo le negó el final feliz, pero desde ahora nada tiene que perder. Si su selección fracasa, será porque el colombiano malintencionado lo acribilló; si su selección lo consigue, será un título dedicado a él, que para entonces se parecerá algo más a Pelé. Neymar sigue jugando la Copa del Mundo. Lo hace como mártir, como estandarte y como mito. 

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