La lucha libre configuró mi adolescencia. Los años del alboroto hormonal son también los de la simulación. Se trata de ser lo que no se es. Se inventan historias para ser popular, se compra ropa a partir del valor de la etiqueta más que de los gustos. No se puede más que aparentar, porque sobre la identidad pende un letrero anunciando que está en construcción. Entonces se vale todo. Querer ser Batman, vestirse y peinarse como Cristiano o jugar a ser Justin Bieber, de esos atípicos casos en que la marca llega antes que el hombre. Mis aspiraciones pasaban por encontrar y conquistar a mi propia Gatubela, por jugar como Jorge Campos y por tener la musculatura de Konnan. Sospecho que todas mantendrán la condición de pendientes hasta mi muerte. Como accesorio tenía un placer culposo que sólo a unos cuantos me atreví a confesar. Eran tiempos, reitero, de buscar la aprobación de los otros. Quería las botas peludas del Perro Aguayo.
Mi afición se basó en la lógica. La lucha libre y la adolescencia son exaltaciones de la realidad. Fantasías que no entran en la ficción porque los golpes y las experiencias en verdad se producen. El engaño es la magnificación. En ambas el sueño consiste en actuar como un superhéroe. Konnan era mi favorito. Se paraba con firmeza y soportaba cuanto manotazo le soltaran. Puro músculo. Era la opción de los egocéntricos. Para las mujeres estaba el Vampiro Canadiense, un darketo con aires de galán. Y para el pueblo, el Perro Aguayo. Nunca quise ser cómo él. Su frente tenía más líneas que un cuaderno pautado. Su melena era como la de un carnicero descuidado y su cuerpo un recordatorio de nuestros orígenes indígenas, y eso, admitámoslo, es rechazado por los ojos de la inmadurez. Pero me causaba demasiada simpatía. Me enseñó que una tierra llamada Nochistlán existía en algún lugar del país, provocó que deseará practicar La Silla, un movimiento luchístico con su patente, y que me imaginara pateando enemigos con esas botas llenas de pelos. El chaleco era un exceso.
Del Perro Aguayo queda poco debiendo quedar mucho. A él, la edad lo vence como a cualquiera. Es ya un viejo al que dudan en informarle las malas noticias por temor a que sean suficiente para acabar con lo que le resta de vida. Sus llaves quedaron secuestradas detrás de puertas que no volverá a abrir. Y su hijo, porque en el deporte del pueblo se hereda igual que en la realeza británica, ha fallecido sin poder extender el legado. Murió en medio de la simulación. En la simulación del pancracio; en la simulación de luchadores que decidieron seguir con la pelea porque están tan habituados a la mentira o a la realidad exaltada que nunca imaginaron que estuviera noqueado de verdad; en la simulación de una ayuda médica proporcionada por la ignorancia clínica de Konnan, al que además no quedan músculos que admirarle; en la simulación de reglamentos y protocolos de un país que vive de la reacción, nunca de la prevención; en la simulación del promotor que dice hacerse responsable pagando un boleto de avión para un cadáver en vez de hacerlo a través de la seguridad para un ser vivo. Hoy no quiero estar en las botas peludas del Perro Aguayo.