Hace apenas unos meses, Carlos Peña era el hombre señalado por la afición rojiblanca como uno de los máximos responsables de la eliminación del Guadalajara en los cuartos de final frente al América. El centrocampista había fallado un penalti fundamental en esa eliminatoria, que finalmente vio avanzar al cuadro de Coapa y pareció confirmar la superioridad del equipo capitalino en esta era.
Esta noche, el Gullit tuvo una dulce revancha. No jugó mucho, pero recuperó esa confianza que hacía mucho tiempo había dejado en el cajón de las frustraciones. El otrora crack del León no había encontrado la red este torneo y su rendimiento era constantemente cuestionado. Pero hoy un simple gol representa un punto de inflexión para volver a eser ese elemento que todos esperan vuelva a tener. Su dedo índice, dirigido al oído como indicando que no escuchaba las críticas, fue la catarsis del triunfo y la venganza en esa misma cancha que hace poco había sido el comienzo de su infierno personal.
El principal cómplice de Peña en esa jugada fue Isaac Brizuela, el hombre que se llevó la jornada y el Clásico. Convertido en un demonio, el Conejo dio probablemente el mejor partido en lo que va de su carrera. No podía ser otro sino él quien pusiera el balón en la cabeza de su compañero.
La diferencia entre la promesa y la consolidación puede haberse dado en esta velada capitalina. Brizuela hizo lo que quiso con la defensa del América, marcó dos goles, dio una asistencia y nunca permitió que sus rivales le vieran ni el número.
Chivas aplastó a su eterno rival y esa será la nota principal. Pero este Clásico representó algo más para Carlos e Isaac. Uno tuvo su revancha y el pago de una deuda; el otro, una consolidación que desde hace tiempo se esperaba.